Aquel marinero sin nombre de piel curtida me recordó al hombre del que no recordaba su rostro: Aquelaos.
También nosotras tuvimos un padre al que no llegamos a conocer. Pronto nos abandonó temiendo también él ser devorado. No recuerdo su rostro, tan sólo su nombre: Aquelaos.
Fue Calíope nuestra madre, también conocida como «la de la bella voz», una de las musas de lo que en estos tiempos los hombres llaman Antigüedad.
Para mí, la sirena Thalía, ésa fue mi vida, ya perdida en los libros que ahora llaman mitología.
En efecto, mi madre poseía una soberana voz.
Una vez, antes de devorar a un humano sin nombre, también él nos preguntó sin saberlo:
-¿Acaso sois las hijas de Calíope?
Y las tres hermanas nos miramos un momento.
-Vuestra voz unida suena como la voz de la Musa que una vez en mi juventud yo también escuché.
-¿Conociste a nuestra madre, humano? -cuestionó Escila, la menos temerosa de las tres.
-Una vez escuché su voz y giré el rostro.
-¿No te atreviste? –las tres reímos.
En cambio, aquel humano nos miraba de frente, sin temor alguno. Era yo la más bonita de entre las tres y por eso mismo Escila y Caribidis me envidiaban. Quizá fue ese mismo día el que conocí por vez primera sus envidias malsanas. Se miraron y el marinero me observó sólo a mí, fijamente, seguro de que sólo yo podría salvarle la vida.
Mis dos hermanas torcieron el gesto antes de cercenarle el cuello con un rápido movimiento de felino. Me aparté contrariada mientras un soplo de aire traía el aroma de la sangre fresca y limpia de aquel humano que miraba de frente si miedo a quemarse. Sabía que, aquella mañana, me habían robado mi presa.
Solían mis hermanas dejar al humano con un pequeño último aliento de vida. Sabían hacerlo con auténtica precisión. La comida aún respiraba mientras deslizaban sus lenguas sobre la sangre fresca y, poco a poco y con estudiada lentitud, despedazaban en quietud lasciva la carne de la presa. A veces presionaban su corazón desnudo, aún latente que contemplaba por vez primera los rayos el sol, por última vez cómo se afanaba por latir, caminando junto a las olas del mar.
Podíamos emplear varias horas en engullir la comida mientras aún estaba viva. ¿Qué importaba? Escila tenía un secreto que jamás a nadie contó: conocía un punto en los humanos que los dejaba totalmente paralizados pero conscientes y en modo alguno podían hacer movimiento. En cierta manera, les regalábamos el instante de la muerte mientras sus ojos permanecían hundidos en el paladar de Escila.
Se abalanzaba sobre su cuello para, con ese gesto rápido, retorcérselo hasta dejarle inconsciente. Yo me encargaba de las pócimas para que el corazón no latiese tan fuertemente, para que la sangre no brotara a borbotones del cuerpo flácido y a veces ya frío. Me gustaba apoyar la cabeza sobre el pecho de los marineros para comprobar cómo su latido iba descendiendo levemente, poco a poco como se apaga la mar al atardecer, desde la cabeza hasta su estómago y hasta su sexo y hasta morir en sus extremidades. Se le podía escuchar gemir levemente mientras Caribidis, con sus sueltas afiladas largas uñas, desgarraba el vientre del humano sin apenas hacerle sangrar, sin que apenas lo notasen sus manos húmedas y petrificadas. Me gustaba mirarlas e imaginarlas en mis pechos de ave, en mi rostro y hasta en mi sexo cansado. Ellas se sonreían tranquilas, con sus cuerpos hinchados imaginando ya, corroídos de alimento. Caribidis tenía una precisión excelsa para abrir a aquellos animales y contemplar, al fin, el banquete que su cuerpo exponía al sol sangrante. Escila arrancaba despacio lo que vosotros ahora conocéis como hígado, brillante, mientras despacio yo escuchaba el murmullo del corazón latir levemente. Con otro ungüento cauterizaba yo las heridas mientras mi hermana extraía finalmente el órgano vivo del ser y ambas se abalanzaban sobre él sin usar las manos, sin dejarme probar bocado, sin dejarme catar a aquel ser vivo,. Luego comíamos lo que ahora llamáis pulmón, sólo uno para que aquella cosa aún respirase, aún unos minutos más, es sólo cuestión de que el corazón siga latiendo, un poco más, despacio. Me acercaba y me sentaba cerca de los marineros mientras agonizaban en sus estertores para escuchar su último suspiro mientras mis hermanas se henchían sobre su carne, ya casi seca pero aún húmedoa, mientras aplacaban a veces su sed bebiendo un poco de su sangre, ahora casi cristalina. Finalmente, Escila le arrancaba el corazón mientras aún latía, aún caliente, aún vivo. Había que comerlo rápido, evitando así que se enfriase y perdiese ese sabor dulce del que ha nacido fuera de la mar. En su interior guardaba la vida de aquel ser que, ahora, ya no respiraba, pero su corazón aún luchaba por seguir viviendo mientras mis hermanas lo despedazaban. A veces, me arrojaban un trozo, que sería mi única comida fresca en aquel banquete. Cuando terminaban, paraban de comer simplemente, cansadas y arrojadas sobre la arena, exhaustas por el esfuerzo, rellenas, gordas y sebosas. Yo miraba al hombre ya sin vida, en toda su humanidad, ¿podría llegar a amarle?
Aunque me negaba a reconocerlo, las tres compartíamos el secreto: la carne latente y viva sabe cien veces más deliciosa.