Picasso, lo sagrado y lo profano | Museo Nacional Thyssen-Bornemisza

El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza cierra sus proyectos vinculados a la Celebración Picasso 1973/2023 con Picasso, lo sagrado y lo profano, una exposición comisariada por Paloma Alarcó que se presenta en las salas 53 a 55 de la planta primera del museo. El discurso de la muestra propone estudiar la audacia y originalidad con la que el artista se acercó tanto al mundo clásico como a los temas de la tradición judeocristiana, desvelando su capacidad de integrar elementos y problemas del arte anterior y de reflexionar sobre la esencia última de la pintura. Picasso conjugó en su obra lo divino y lo humano en su sentido más amplio y profundo, e intuyó que, desde el principio de los tiempos, las expresiones artísticas habían adoptado una dimensión sagrada. Cuando mira al arte del pasado nos desvela nuevos modos de interpretar la historia y, con su clarividencia, nos sigue dando claves fundamentales al incierto mundo contemporáneo.

El arte era para Picasso un medio de exorcizar tanto sus propios temores como los desafíos de la humanidad y él mismo se consideraba una suerte de chamán, poseedor de un poder sobrenatural con capacidad de metamorfosear el mundo visible. Con esa convicción y rodeado de todo un mundo de referencias mágicas, Picasso desempeña el papel de intercesor entre pueblos y civilizaciones, entre el arte y el espectador, a través de unos temas en la que la distinción entre lo sagrado y lo profano apenas existe.

La exposición reúne un total de 40 obras, 22 de ellas de Picasso. A las ocho que pertenecen a las colecciones Thyssen se suman varios préstamos del Musée national Picasso-Paris y de otros coleccionistas e instituciones, así como pinturas de El Greco, Rubens, Zurbarán, Van der Hamen, Delacroix, una escultura de Pedro de Mena y algunos grabados de Goya. A través de tres décadas de su producción y alrededor de tres tramas temáticas, se establece un diálogo que pone de manifiesto la singularidad y las paradojas del arte de Picasso, su personal reinterpretación de los temas y géneros de la tradición artística española y europea y el modo en que los mitos y ritos tanto paganos como cristianos se fusionan en muchas de sus creaciones, sobre todo a la hora de tratar los asuntos más universales de la vida, la muerte, el sexo, la violencia y el dolor. En Iconofagia se aborda la apropiación de determinados aspectos del pasado a través de la contemplación de las obras en los museos o de las reproducciones fotográficas que Picasso recopiló compulsivamente; Laberinto personal se centra en la narración de sus obsesiones personales mediante la reelaboración de los mitos y epopeyas clásicas, y Ritos sagrados y profanos se adentra en su acercamiento a los ritos paganos o a la herencia de lo sacramental a través de diferentes alegorías y cosmologías cristianas.

1. Iconofagia:

En esta sección se muestra la peculiar lectura que Picasso hace de las obras de los museos, las que descubre desde fecha muy temprana en sus visitas al Museo del Prado, o al Museo del Louvre y al Museo de Etnografía de Trocadero una vez instalado en París. Los grandes maestros del Siglo de Oro español, la escultura ibérica o los objetos rituales de otras culturas le darán el impulso necesario para ir configurando los sucesivos lenguajes de su arte.

La extraordinaria memoria visual de Picasso, unida a una gran imaginación y destreza artística, le permitió combinar esas fuentes diversas, conjugar tradición y modernidad y metamorfosear cualquier idea para adaptarla a su propia sintaxis. Pero más allá de la apropiación de ciertos aspectos formales del lenguaje de otros artistas, o de medir su poder con el de ellos, al reinterpretar esas obras lo que realmente buscaba era provocar una transferencia de sus poderes creativos. Profundizar en el arte de otras culturas, en los objetos sagrados del “arte primitivo”, le llevó no solo a simplificar o geometrizar sus creaciones, sino también a descubrir lo que tenían de mágico, cambiando su forma de pensar tanto respecto al arte como de lo ritual y lo sagrado.

Los años de aprendizaje en París coinciden con los de la rehabilitación de la figura del Greco, que hasta poco antes había quedado en el olvido. Ya en La comida frugal (1904) se percibe la huella formal y simbólica de la estética del Greco. En los últimos años, se habla cada vez más de la vinculación del espacio abigarrado y la verticalidad de las figuras del Greco con los orígenes y el desarrollo del cubismo. Al igual que una pintura cubista obliga a modificar el modo habitual de percibir el mundo para intentar reconstruir mentalmente la imagen, en las pinturas del Greco existe también una ambigüedad espacial, una peculiar manera de comprimir las composiciones. La estilización de la figura de Hombre con clarinete (1911-1912) y su concepción del espacio no está muy alejada de la forma en que el Greco aplasta la perspectiva hasta casi desvirtuarla, como en Cristo abrazando la cruz (h. 1587-1596).
El alza de la reputación de Zurbarán en la crítica francesa dejó también su huella en Picasso, sobre todo en sus naturalezas muertas. Bodegones como Vasos y frutas (1908), de gran simplificación y ascetismo y que transmite el encanto de las cosas pequeñas, o Naturaleza muerta con jarra y manzanas (1919), con una austera composición, se muestran muy próximas a la espiritualidad de las cosas de la vida doméstica de Zurbarán. También se aprecian ciertas trasposiciones de las composiciones de la serie de santas mártires de Zurbarán en algunos retratos femeninos de Picasso, como Mujer en un sillón (1927), un retrato de Olga Khokhlova de cuerpo entero metamorfoseada a través de la geometría cubista y la deformación surrealista.

En otro retrato de Olga, Mujer sentada en un sillón rojo (1932), Picasso utiliza el concepto de volumen escultórico y un lenguaje que adopta resonancias surrealistas, buscando inspiración en Caravaggio y sus seguidores, como se pone de manifiesto al contemplar el cuadro prestado por el Musée Picasso de París junto al tenebrista San Jerónimo penitente de Ribera de la colección Thyssen: el manto rojo que cubre el cuerpo del santo, la luz y el volumen parecen replicase en el sillón rojo que envuelve la figura femenina del cuadro de Picasso.
También Velázquez tuvo relevancia en la estructura pictórica de algunos cuadros cubistas de Picasso. En el Retrato de doña Mariana de Austria, reina de España (1655-1657) la rica indumentaria, la síntesis formal y la austeridad en el color permiten compararla con Cabeza de hombre (1913).

2. Laberinto personal:

Gran parte de la obra de Picasso es una crónica continuada de su vida, de sus experiencias, obsesiones, conflictos morales o frustraciones. “La obra de uno es como su diario”, afirmó en una entrevista en 1932. El diario pictórico de Picasso en la década de 1920 nos acerca a sus primeros años de matrimonio con la bailarina Olga Khokhlova, cuya relación se inicia durante el viaje a Italia con Cocteau en 1917 y coincide con el desarrollo de un nuevo lenguaje artístico inspirado en la tradición, tanto de las pinturas pompeyanas como de Miguel Ángel o Rafael. Pero ese nuevo estilo clasicista no dejó nunca de solaparse en su obra con el espacio cubista; clasicismo y cubismo eran para Picasso lenguajes intercambiables. Lo vemos en Arlequín con espejo (1923), una de las imágenes más icónicas de la colección Thyssen y que el artista abordó como un autorretrato, cuyo rostro se esconde tras la máscara de Pierrot. Picasso se sirve de modelos y tradiciones de la Antigüedad, pero, una observación atenta, permite comprobar que la experiencia cubista no ha desaparecido del todo. La indudable ascendencia italianizante del cuadro se hace aún más patente al contemplarlo junto a Retrato de un joven como san Sebastián (h. 1522) de Bronzino.

A partir del nacimiento en 1921 de su hijo Paulo se multiplican en su obra las escenas familiares. Picasso siempre consideró que los ideales maternales de la cultura occidental reposaban en la figura de la Virgen María, tan frecuentemente representada en la historia de la pintura, como en el cuadro de Murillo La Virgen y el Niño con santa Rosa de Viterbo o La Virgen con el Niño, santa Isabel y san Juan Bautista de Rubens. La imagen de la Virgen y el Niño la vemos reflejada desde las primeras mujeres trabajadoras criando a sus hijos del período azul hasta las figuras femeninas representadas como grandes Madonnas de sus últimos años.

El final de la década de 1920 y toda la de 1930 fue una etapa de profundos cambios tanto en su vida artística como personal, marcada por la desafección que empieza a sentir por la vida burguesa con su esposa Olga y por su infidelidad culpable con Marie-Thérèse Walter. Para escapar a este período complicado Picasso recure a la mitología, al mundo ancestral en el que merodean sátiros y minotauros, con un nuevo estilo que combina la metamorfosis surrealista y la elegante línea clásica de los vasos grecorromanos. El Arlequín de los años veinte se transforma en el atormentado y pasional Minotauro, convertido en su nuevo alter ego, un ser mitológico con doble naturaleza de hombre y toro, atrapado en el laberinto, que combina humanidad y bestialidad, ternura y violencia sexual. Las estampas de la Suite Vollard Minotauro acariciando a una mujer dormida (del 18 de junio de 1933), inspirado según su propio testimonio en el grabado de Rembrandt Júpiter y Antíope (1659), o Fauno descubriendo a una mujer (del 12 de junio de 1936) se pueden comparar con obras como Polifemo y Galatea (h. 1896) del simbolista Gustave Moreau, que tuvo también gran predilección por los temas mitológicos, o con El duque de Orleans mostrando a su amante (h. 1825-1826) de Delacroix.

3. Ritos sagrados y profanos:

Los mitos, los relatos de seres sobrenaturales a los que, desde el principio de los tiempos, acudieron los seres humanos para intentar explicar la vida y los misterios del universo y los ritos de los que se valieron las sucesivas culturas y religiones como modo de sustraerse a la muerte se convierten en temas vitales en la creación de Picasso, casi siempre vinculados a la idea de sacrificio. Sobre todo en los años 1930, se solapan con un obsesivo interés por los rituales cristianos y paganos para recapacitar sobre las amenazas que se ciernen sobre el mundo.

Los símbolos y signos de raíces católicas de su infancia alimentaron la imaginación de Picasso en su edad madura, entrelazados con todo tipo de mitos y ritos arcaicos y clásicos. Picasso era consciente de la carga simbólica de la imaginería religiosa española, que se servía del máximo realismo para inspirar devoción entre los creyentes con el objetivo de alcanzar la salvación eterna. Uno de los más importantes y que aparece de forma temprana en su obra es el de la Crucifixión, la representación del martirio de Cristo, símbolo de la religión primitiva que empleaba el sacrificio como parte central de su ritual y uno de los temas fundamentales en la historia del arte religioso. La enigmática Crucifixión (1930) del Musée Picasso de París es un magnífico ejemplo; una pequeña tabla de madera contrachapada que traduce plásticamente el tema en una desconcertante confusión de estilos, perspectivas, escalas y gamas de colores intensos. Se presenta en la sala junto a la expresiva Crucifixión (h. 1450-1460) de un pintor anónimo valenciano y la del Maestro de la Virgo inter Virgines (h. 1487), con la imagen del centurión Longinos hundiendo la lanza en el costado de Cristo.

La figura del toro ha ocupado desde la Antigüedad un lugar destacado en la cultura y el arte de las civilizaciones mediterráneas y su imagen aparece en mitos, ceremonias rituales, juegos y fiestas. Picasso confronta muy a menudo lo sagrado de las crucifixiones de la tradición católica con lo profano del ritual de las corridas de toros para expresar el horror ancestral y la tragedia humana. La crucifixión tiene en común con la Fiesta el hecho de girar en torno a una víctima inocente para ilustrar la capacidad de causar la muerte que tiene el ser humano. En Corrida de toros (1934), la lanza de Longinos se transforma en la vara de picador que se clava en el costado del animal. El toro moribundo es símbolo del horror y la violencia ancestral y puede relacionarse con la cultura mediterránea antigua, en concreto con el toro de Mitra, cuyo sacrificio tiene algo de mágico.

La historiografía picassiana es unánime al señalar la influencia que tuvo Goya a la hora de representar la catástrofe de la Guerra Civil española. En agosto de 1934, en el que sería su último viaje con Olga y Paulo a España, Picasso descubre los Desastres de la guerra, que le abrirían los ojos a la iconografía goyesca de la violencia. En la muestra se presentan dos aguafuertes de la serie: Estragos de la guerra y Duro es el paso! (h. 1810-1814). Se observa también una estrecha correspondencia entre las figuras evangélicas de la Dolorosa o de la Virgen con Cristo muerto con la mujer portando a su hijo muerto de Guernica. Lo vemos en el estudio para el cuadro Madre con niño muerto en una escalera (1937) o en el postscripto Madre con niño muerto (1937). Las dos figuras, que se deforman por la tensión y el dolor para ilustrar el momento del drama, se acercan a la expresión de sufrimiento de una Pietà.

La exposición termina con un dibujo preparatorio para El hombre del cordero (1943), una escultura de grandes dimensiones que Picasso se plantea como nuevo reto en pleno periodo de ocupación nazi en París. El artista vuelve una vez más la mirada a la tradición y recupera la imagen del pastor y el cordero, uno de los símbolos más antiguos sobre la salvación del hombre, cuya iconografía se remonta al Moscóforo o el Crióforo del arte griego, transformado en el Buen Pastor paleocristiano y recuperado en el Renacimiento. Creada en un momento de profunda crisis, esta imagen simboliza el terror de vivir en una Europa dominada por los totalitarismos, pero también la idea de un hombre de una enorme dimensión humana en medio de las ruinas. La capacidad de expresar esta dualidad – el bien y el mal, lo sagrado y lo profano – fue sin duda uno de los grandes logros de Picasso.

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