Marcel Proust

Marcel Proust
Martin Cid Martin Cid

A veces, el éxito viene prestado; a veces, el éxito nunca llega; otras nunca llegará. La historia condena a las grandes almas y se aferra, estúpido, a las raíces políticas de un mundo adocenado. La historia, juez cruel, no sigue criterios artísticos, la historia sirve a su autómata, dios creado en evolución, castrado que se sirve a sí mismo.

Pero hay casos en los que la Historia pierde su propio juego. Sí, los dioses, a veces, son humanos, diletantes y afectados. Nuestros dioses tienen nombres: se llaman Dionisos y se llama Capricho. Se llama, siempre: arte.

Proust es hijo del tiempo finisecular de los grandes cambios. Convive con la pintura en un París más vivo que nunca, coexiste con la ilusión de un mundo desmoronado. París es la ciudad eterna, no existe el tiempo perdido sin su recuerdo enmarcado (cruel antagonismo, ironías sin comprender). Proust paseaba por las avenidas y las calles estrechas, por sus cosmopolitas tabernas y cafés. Es el tiempo del formalismo por nacer, los valores clásicos parecen haber perdido su raíz. Sí, son «Los Placeres y los Días», libro fragmentado que, en realidad, poco narra, todo cuenta.

Proust es, desde este punto de vista, la clave bajo la que se comprende la evolución «historicista» del arte moderno. El periodismo fue para la literatura lo mismo que fue la fotografía para la pintura. El arte escrito toma una nueva dimensión y los escritores, lo quieran o no, se ven libres de las cadenas impuestas por la narración. Sí, sobreviven los ingleses, con profundas claves narrativas ancladas en la «literatura de colonias» (esta categoría es mía, que nadie se moleste en buscarla). Pero Europa, la vieja Europa con tácita capital en París, sirve a un nuevo dios: arte.

Parece que el Arte es ahora la solución para todo. Se fraguan las raíces del deconstructivismo (que tantos quebraderos de cabeza dio posteriormente), nace el cubismo de la mano de Apollinaire (amén de Braque). Nace, en fin, la vanguardia artística, que cambiará para siempre el Arte en el siglo veinte.

Pero las raíces literarias de Proust son anteriores. Se le ha dado en llamar un escritor «impresionista», en tanto en cuanto es un autor sobre «la impresión mental en el tiempo». Su prosa dilatada, estilista y estilizada, a la vez que genial (y para algunos soporífera, todo hay que decirlo)… ¿se corresponde con el estilo alegre, rápido y casi jovial de los Renoir, Degas o Manet (perdonen mi falta de tacto en cuanto a ciertas etiquetas)?

Proust enlaza con una tradición literaria que deviene de Goethe (que nadie se preocupe, me rendiré y le incluiré en esta serie a pesar de mis gustos contrarios al alemán). El discurso de Proust está bastante alejado de la línea «bohemia» (empleo el término con muchas reticencias) y se ampara más en términos como «diletantismo» o «spleen». La obra de Proust, cuyo testigo parece tomar Thomas Mann años más tarde, es un obra sobre el tiempo y la moral, sobre la transición entre el viejo mundo de moral burguesa y el nuevo mundo en el que los antiguos valores parecen haber perecido. ¿Cuántos artistas no han sentido lo mismo a lo largo de la Historia (hablo de la verdadera, más allá de criterios políticos)?

Proust es, desde un sentido histórico, el comienzo de la nueva literatura, un camino en el que profundizarán Joyce o Beckett, Ionesco o Dos Passos (siguiendo senderos bien diferentes). Pero la raíz del problema se fragua en Proust, como se vislumbraba (anteriormente) en Clarín. Las similitudes entre estos dos grandes de las letras son terribles: Clarín parece hablar del punto de vista, todavía bebiendo de las formas narrativas en el tiempo clásicas; Proust hace lo mismo, pero partiendo de la paulatina descomposición del tiempo. En realidad, la temática de ambos es similar, pero Proust ha nacido algunos años después (pocos, bien es cierto). En Clarín comienza a atisbarse la descomposición del narrador omnisciente (una novela curiosa «La Regenta», escrita íntegramente en estilo indirecto libre). El procedimiento iniciado por el español desencadenará en la obra de H. James (en torno a las investigaciones de su hermano, precursor del monólogo interior que Dujardin llevaría por vez primera a la literatura). Proust, sin embargo, toma otro camino, paralelo, que sólo continuará con Joyce (este irlandés que parece ser un movimiento literario en sí mismo, perdonen, de nuevo, mi atrevimiento) y algunos escritores de vanguardia.

El tiempo en Proust se configura siguiendo patrones sentimentales, no como una línea continua (realidad histórica); depende de la sensación del espectador, se dilata y se acelera (en Proust es más frecuente la primera opción), se contrae y se dibuja en el lienzo imaginario de la memoria. Leer a Proust requiere paciencia. Es como mirar un cuadro, escuchar una melodía u oler un perfume. Proust es el escritor que recorre un mundo de sensaciones: el sujeto, esclavo de los sentidos, se perderá en un universo de motivos diversos, recreado y resuelto, lacio y oscuro. ¿Se volverá a encontrar? Tal vez en «El Tiempo Recobrado» (título del último volumen de «En Busca del Tiempo Perdido»).

Proust es un primer camino hacia lo que vendrá, pero es también un puente abierto hacia la herencia, clásica, de Rabelais. Proust parte de la figura para descomponer una realidad que, parcialmente, perderá su herencia original. El autor se ha metido de lleno en la caverna de Platón, y quiere sacarnos de ella por un nuevo camino. Nos sumerge en otra cueva, la de un sentir profundo casi enfermizo. Proust describe con minuciosidad esta nueva estancia, habla de sus aromas y de los recuerdos que afloran desde una magdalena. Proust, un camino cerrado en sí mismo, la eclosión de los sentidos que se entremezclan y se pierden.

He aquí donde entra en juego el tiempo, cruel juez fugaz. Es la historia la que nos habla y engaña, la que mencionábamos al principio. La historia juzga los movimientos sociales y los personifica en héroes: Proust es el destructor, al fin, de un Napoleón enfermo. La línea que ha venido en marcar esta historia política toma un nuevo cauce y, en oposición, se difumina y se pierde. Así, el tiempo lo es todo, pero ya no es un acontecer histórico. Proust no habla de héroes, Proust ha enterrado sus nombres para elevarnos a un mundo nuevo. Viviremos la textura del tiempo, su aroma y su recuerdo, viviremos el nuevo universo en un libro, siempre nuevo. No busquemos el exterior, olvidemos el imperio y la necrológica sobre la tierra seca. Ahora la tierra vibra y suda, huele, respira y siente. En una larga frase, tendremos que tomar aliento antes de comprender lo que ya se atisbaba en el círculo de Swann: esta tierra que llora con nuestras propias lágrimas, es la tierra húmeda ahora, la tierra que guarda nuestros huesos y la de nuestros hijos, sobre una lápida, ya centenaria, ya milenaria:

Valentin Louis Georges Eugène Marcel Proust (París, 10 de julio de 1871 – París, 18 de noviembre de 1922)

*Este texto forma parte del libro Grandes Autores de la Literatura. Lo puedes encontrar aquí:

https://www.martincid.com/2017/05/04/grandes-autores-la-literatura-escritores-fantasmas/
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