Novela. Desde el Vientre de la Sirena. Náufagos

Martin Cid Martin Cid

Encontramos a los náufragos aquel mismo lunes por la mañana. Pobremente vestidos, se encontraban en una barca a la deriva, ¿cerca de la costa? En principio, no comprendimos cómo habían llegado hasta allí. ¿Tal vez una excursión de pesca llevada por el oleaje hasta alta mar? Lucían un aspecto lamentable y eran tres. Bebieron agua por orden, primero el más pequeño, rubio de ojos azules ataviado con una especie de manta que su madre sujetaba frecuentemente para que no se resfriase. Temblaba, por lo que ya dedujimos que estaba enfermo.

Aún vivía la pobre bestia enferma.

Ya estaba amarillo.

No imaginamos cuánto.

Soy la que vive debajo de tu piel, soy la que habita detrásde tus recuerdos, soy tu recuerdo culpable y soy tu inocencia.

La madre del muchacho era una mujer de unos treinta años no muy bien parecida, incluso para un marinero. Era rubia pero le faltaban varios dientes, en su tiempo debió ser una mujer atractiva, pero las múltiples cicatrices que lucía en su rostro hablaban de una vida dura y desdichada.

Olía mal, incluso para un marinero.

-¿Qué sentiste al cortarle la oreja a un crío, señor Cook?

Nunca lo hizo, historias de la mar.

¿Qué sentiste?

Amor, odio, placer finalmente, señor Cook. Me gustaba el sonido crujiente de aquella oreja de niño mientras gritaba. Sí, también miraba a su madre y aquello lo hizo. Sí, ¿es ahora pecado?

¿Lo hiciste señor Cook, o sólo presumes de ello?

El hombre llevaba un traje estilo tweed que parecía ser de calidad, la mar rasga todo tejido con corte elegante. Barba de pocos días, por lo que dedujimos que, ciertamente, la barca había perdido el rastro de la costa y que no se trataba de marinos experimentados. Era castaño el hombre, que en ningún momento mostró afecto por la mujer o el niño.

¿Cómo habían llegado allí? Nunca lo supimos.

Ninguno habló nada conocido.

O al menos nada que conociéramos.

Sólo podíamos sentir su hedor.

El de la mujer.

El del niño a punto de morir.

Siempre supe que te gustaba, Edgar, en cuanto puso el pie en el barco supe que te gustaron aquellos cabellos rubios callados. ¿Cuándo lo harás?

¿Qué habían traído al barco? La maldición, según decían los marineros, siempre proclives a supersticiones de todo tipo.

La madre trataba de disimular las toses del pequeño, que se llamaba algo parecido a Tosh o Taos (nunca supimos la pronunciación exacta).

Les subimos al barco sobre mediodía y bebieron y el capitán les acomodó en una especie de camarote aparte (en realidad, el cuarto de la limpieza, en donde había innumerables instrumentos, no sólo de limpieza: un catalejo antiguo, dos manzanas, tres trozos de tarta rancia y, sí, una especie de escoba también). El hombre nos dio las gracias encarecidamente, abrazándonos y dándonos las manos en repetidas ocasiones.

Teníamos que saberlo pero nadie de entre la tripulación se atrevió a pronunciarlo: el hombre rehuía de cualquier contacto físico con la mujer. Algunos de los marineros, los más atrevidos, se atrevieron a predecir que, tratándose de un burgués, no quería mezclarse con una pordiosera.

-O puede que esté enferma –dijo otro.

Cuánta razón tenía.

Amarillo sangre, amarillo hoguera. Arderán los dos como dijo la sirena Thalía.

El niño tosía constantemente durante la noche y la madre, con esa voz dulce característica de las mujeres sin dientes, cantaba algunas canciones de cuna, intentando postergar la agonía del pequeño.

¿Cambiaríamos el rumbo por aquella escoria? Imposible, la carga era demasiada valiosa, la carga era demasiado pesada. Dover tomó otro trago, como hacía siempre, como siempre hizo, nunca pudo hacer otra cosa.

-Les dejaremos en puerto al llegar a América –decía con desdén mientras se mesaba la barba, no como aristócrata sino como quien padece una especie de picazón.

El hombre daba constantes y repetitivos paseos por cubierta.. Caminaba despacio y recorría el barco de babor a estribor y, un poco más tarde, de proa a popa. Luego se detenía unos segundos, se sentaba sobre la madera y, unos tres segundos más tarde, comenzaba de nuevo su camino.

De las cenizas también surge la belleza, y de la belleza, veces, un poco de tristeza. Mataré a tu hijo y mataré a tu mujer y le arrancaré la carne y con ella llenaré mis bellas fauces.

Mientras, la madre aún cantaba, cada vez más callada, cada vez más lentamente.

-¿Cree usted en las sirenas? –le pregunté, avisado de que el náufrago no hablaba ninguno de nuestros idiomas-. Dicen que su canto puede seducir a mil hombres y hacerles llevar a la locura.

El hombre me miró con extrañeza, como si en realidad pudiese comprender mis palabras. Asintió, no sé muy bien si por aquiescencia o por condescendencia.

La mujer aún cantaba con voz loca, con voz callada, como sólo cantan las sirenas.

La descubrimos al par de días, abrazando a su hijo muerto.

Amarillo, con la boca abierta, reseco, ácido, fétido.

Ya su canción era callada.

Chillaba mientras le arrancamos al niño de entre sus brazos, muerto ya. Y los marineros llevaban pañuelos sobre sus rostros para no respirar. La mujer gritaba y clamaba insultos en lengua desconocida, llegando a golpear con fuerza de mujer y morder a algunos tripulantes. Desgarró algunos pómulos.

Los más viejos callaban.

-Traen la enfermedad –dijo el viejo Fritz (nadie sabía muy bien qué función cumplía en la tripulación).

-El niño ha muerto por deshidratación, demasiado pequeño como para soportar tres días sin agua.

-Traen la enfermedad –y nadie le creyó hasta que, un par de días más tarde, la mujer también murió y Fritz sonrió al fin.

¿Te gustó, Edgar, te gustó mi regalo? ¿De veras no te importó que aquel engendro muerto os mirase? ¿No lo sentiste? ¿No quisiste sentirlo? Aún no lo estaba y murió mientras la violabas, mientras se entragaba a ti para que aquel engendro salvase su vida ya perdida. Agonizó un poco, yo escuché sus llantos, yo escuché sus últimas palabras mientras ella no podía hacer nada. Morirás también, Edgar, morirás también, morirás también.

El capitán se encerró en su camarote mientras duró la deliberación.

No duró demasiado: el hombre sería abandonado al mar.

Arrojamos el cadáver de la mujer.

Y abandonamos al hombre (le dimos dos remos, hasta los moribundos tienen derecho a la esperanza).

Quemamos el cadáver del niño.

Te comprendo mujer porque yo también soy madre.

Y era la llama azul como el mar.

Sentí su corazón como aún latía al morir, tu hijo, tu maldito hijo amarillo.

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