Se desperezó, cansino. Casi se podían escuchar las aguas fluir, como en un remanso.
La rana contemplaba la catedral.
Toledo, enladrillada, añeja, con sus calles escasas, ya sólo, así, invitaban al recogimiento. Fluía, en lo alto del río, la ciudad, antaño populosa, quizá hoy olvidada, rugía, febril de recuerdos. Fluía, el gran Tajo, se arremolinaba y, en sus meandros, contemplaba el antaño mar de trigo, hoy desesperado. Olía a ladrillo y se escuchaba el repiqueteo de las leyendas.
Contempló la figura, siempre le había parecido extraña. No era nadie, no era un santo. Su cara de sorpresa, su expresión de terror, siempre le había causado desasosiego. No, no era nadie, igual que él. Casi quería escapar, desde el lugar que se contemplaba todo el valle, verde, alrededor del río, verde, verde. No era nadie. De rodillas, la figura parecía querer alcanzar algo, que se escapaba, tenía el brazo izquierdo apoyado sobre el piso, mientras el derecho se extendía, inclinado, de rodillas, de rodillas…, como queriendo avisarle de algo. Entre todas las figuras de la catedral sólo esa le llamaba la atención, entre las estatuas de santos, entre las vírgenes y los mendicantes, de rodillas, parecía avisar, avisarles. No era nadie.
La encontró pensativa. No, no buscaba conocimientos, como Fausto, caballero español. Pedro la miró, cabizbajo, sabía lo que quería: una gran joya en la catedral. No, ella no le quería, ¿qué podría hacer? Sí, tal vez así… Era ridículo, como él mismo. Ella, María Antúnez, miraba cada día la joya. Lo sabía, le observaba sin mirar, segura de crear su efecto. La quería, la deseaba. Ya se podían escuchar las aguas fluir, en remanso, plácidas.
Casi estaba abandonada. Como hiciera él, él mismo, imagen espectral de hace quinientos años, la contempló, sin ser vista. Estaba allí, el rubí que antaño codició María Antúnez. Lo quería, lo quería. Bastaba un gesto tierno, lo sabía, no podría resistirse. No esperaría a que ella se lo pidiera. Sería su regalo, el presente de un enamorado pobre, de un galán verdadero. La Vírgen del Sagrario contemplaba el gran rubí, que yacía bajo su regazo, quizá falso. No se acercaría para contemplarlo. Sin remilgos, la Virgen ofrecía su tesoro, sobre la mano derecha. No podría resistirse.
Miraba la figura, una vez más, postrada, silenciosa. Gritaba.
Desde lo alto, la ciudad le contempla, altiva, histórica. Alfonso elevó la mirada. La catedral estaba llena de turistas que, sin ambages, hablaban en voz alta, sin historias, sin mil leyendas sepultadas bajo las aguas, bajo el tiempo, bajo su figura. Había llegado a Toledo hacía dos días, en una especie de visita familiar. Hacía tiempo que su familia había muerto, al menos para él. Anclados en la desesperanza, en la tradición, incapaces de escapar de la vieja ciudad que, un día, le vio nacer.Entre paredes cortantes, curvas, recuerdo cerrado en su leyenda, sobre la que se escuchaba, certero, el silencio del río fluir.
Era de noche, podía recordar la historia, una vieja tradición familiar, la leyenda local. Tomó la calle principal de la gran catedral y respiró, profundo, suave. No quería mirar, mientras los santos le contemplaban. No era religioso, no era secular, sólo estaba enamorado, ni siquiera él mismo quería reconocerlo. Se engañaba, ¿qué importaba? ¿podría una triste joya lograr su amor? No, pero no podría hacer otra cosa, como el escorpión que muerde a la rana. Triste rana.
Las sombras, bien lo sabía, se aproximaban. No había rejas, en la tenue catedral abierta, desierta, como siempre ha estado, yerta. Sintió un escalofrío. Quizá si cerraba los ojos podría olvidar los fantasmas, salir huyendo, entregar la joya a su amada, pérfida María Antúnez. Se acercó, pidiendo perdón. La tomó, casi con pavor,ojos cerrados. ¿Podría emprender el camino de regreso? No, no debía abrirlos. Como en la leyenda griega, que se mira en el espejo, mil gorgonas esperan su fracaso. El rubí se escapaba entre sus dedos, perplejo. Podía imaginar la expresión de la estatua de la Virgen. Sintió frío, el estrépito que se aproxima. No era más que una débil rana, otra vez la leyenda se hizo eco de su alma. Las aguas fluían…, quebradas, cantaban.
Los espectros se acercaron, pecaminosos. No, Pedro no podría abrir los ojos, bien conocía las historias que se contaban. Corrió, corrió, con el rubí entre las manos, cerradas, sudorosas, corrió y pensó en su amada. Ya a punto de alcanzar el exterior, tropezó Pedro. Cayó. El rubí se precipitó, yendo a caer al exterior de la catedral. Pedro sólo abrió los ojos un momento, casi una eternidad. Oscuridad, sólo eso.
María, Antúnez, su amada, esperaba. Tomó el rubí y corrió, olvidando a Pedro, feliz. Corrió, corrió, corrió… Llegó al río, al gran tajo, al paciente Tajo, milenario. Bajo la luna bella, bajo el reflejo de la ciudad de barro, cielo de trigo, en la noche clara de luna nueva, enterró el rubí cercano al río. Nadie salvo ella pudo jamás volver a encontrarlo.
Quiso así la suerte que nuestra María Antúnez, mujer plebeya…, cuando regresaba, unos asaltantes, de los que tantos había, tomaronla y, quitándole bolsa y alma, arrojaron su cadáver al río, cerca del lugar en el que yace el rubí, jamás encontrado. El cuerpo de María Antúnez descendió las aguas y se precipitó entre las curvas. Sonreía, porque nunca nadie hallaría su rubí, su gran tesoro.
Pedro Alfonso de Orellana, tras reponerse, corrió en busca de su bella amada. Llegó a tiempo de ver descender el cuerpo, a través del gran río. Miró a la bella Antúnez, miró su dulces formas, miro su alma, miró su rostro muerto. Cayó Pedro, calló Alfonso, mientras contemplaba la estatua, de rodillas, como un día estaba Pedro Alfonso, ante el gran Tajo. Dicen que miró las aguas, dicen que había una rana, que fijamente le miraba. Así, de rodillas, contempló las aguas, que caían leves. Al fondo, sobre las aguas, cercano, un reflejo, su propio reflejo, su propia alma. No se puede robar a un fantasma.
El alma, aún viva, siempre muerta, de Pedro Alfonso de Orellana, permanece hoy en la catedral, convertido en piedra. Abrió los ojos, vio su reflejo, bajo las aguas.