Albert Camus nace el 7 de noviembre de 1913 en Mondovi, Argelia (actualmente Drean). Huérfano, pobre… Una beca de estudios le permite estudiar en el segundo liceo. Cuando comenzó su carrera de Filosofía y Letras ya estaba enfermo.
Conciso, certero, Camus se sentía cómodo en la sinceridad, extraño vicio.
Camus representa a esos novelistas de una generación marcada por la tragedia, hoy absurda, antaño heroica. Son los Strindberg, Tennessee Williams o Faulkner. Son novelistas muy alejados de aquellos que tratamos anteriormente. Éstos, con sus peculiares estilos (casi antitéticos, próximos siempre en temáticas) plasman un mundo en descomposición, absurdo y roto, miserable, un Homero olvidado.
El secreto de la felicidad consiste en resignarse a todas las catástrofes.
¿Venderíamos nuestra libertad a cambio de comodidad? Lo hemos hecho, amigos míos. Quizá alguno de estos visionarios que, hoy, nos parecen tan alejados e idealistas (¿?) supieron ver un mundo en descomposición. El existencialismo se erige como la filosofía directamente heredera del romanticismo tardío. Los mismos principios que vio nacer Baudelaire en su Spleen sirven a Sartre, Camus o Faulkner para componer con letras deshilachadas. El extranjero que nos plantea Camus no es diferente a un Byron sin dinero, malviviendo en santuarios ancestrales. Los personajes son directos, como en Dostoievsky, casi líricos en su decrepitud.
Camus quedó huérfano a los tres años. Criado a medias por su madre (que no era lo que se dice «muy avispada») y abuela. Jamás mostraron interés en Gide o Malraux. Había que comer. Pronto es afectado por la tuberculosis, jamás llega a curarse del todo, contrae matrimonio (segunda de sus graves enfermedades) con una adicta a la heroína, estudia Filosofía.
Estas tres enfermedades marcarán su vida y su obra. En un ejercicio de eclecticismo, Camus logra aunar en La Peste (1947) estos elementos. Logra un mundo realista, marcado por la enfermedad, cubierto por la lacra del nihilismo. No hay juicio en Camus, la ciudad de Orán narra, observada por las propias ratas que han traido la enfermedad.
La esencia de la novela consiste en contemplar a varios personajes enfrentados a un acontecimiento común.
La obra está narrada por el médico Bernard Rieux, conciso, breve, muy metódico. La prosa nos recuerda a Strindberg por lo objetivo, pero en el corazón de Camus aún laten Gide y Rabelais (¡estos franceses!). Es una obra coral, en la que varios personajes (Rieux, Tarrou, Rambert…) se interrelaciones y ofrecen distintos enfoques ante un mismo mal.
Los personajes de Camus están siempre en lucha, consigo mismos, con la enfermedad, con la cultura, con el mismo Dios… ¿Les hace acaso eso menos humanos? Todo lo contrario. Orán está muerta antes de la llegada de la enfermedad, y es ésa misma enfermedad la que, en todo el sentido de su paradoja, la hace rejuvenecer. Rieux encuentra un sentido a su profesión en esta lucha. No importa morir en el intento, ¿no fue acaso su meta un día salvar vidas? Las ratas le han dado la oportunidad de lograrlo, como a un tal Aschenbach los pútridos canales de Venecia.
Camus se aleja, tanto en esta como en otras novelas, del existencialismo primigenio de Sartre, mucho más filosófico. Las diferencias entre La Peste (o El Extranjero) y La Náusea, tan comúnmente comparadas, son evidentes. Los personajes de Camus viven y encuentran en el camino de la catástrofe un escape para su mediocridad; mientras que, los de Sartre, tan brillante como acabado, se hunden en su pozo pendular. Camus parte de la filosofía (existencialista) para crear un humanismo (como el celebérrimo título del ensayo). La filosofía, antaño sólo metafísica, se torna humana y social, en guerra con un mundo ajeno al ser humano.
Camus trató con la peste desde el día de su nacimiento. Criado en los barrios pobres, pronto encontró absurda la muerte de su padre (buen soldado) y la vida de su madre y abuela (buenas amas de casa). ¿A dónde les habían llevado sus vidas, a dónde les llevará a Rieux o Rambert? Al mismo lugar que la de Camus, Sartre o Beauvoir. No hay gran diferencia entre el intelectual y el mendigo, como ya presuponía Poe, pero es la lucha la que hace al hombre libre en la catástrofe.
La tuberculosis le llega a los diecisiete años, lo que no le impidió ser un gran fumador durante toda su vida (preparen sus piedras, justos lectores). Es corresponsal y activista (aunque de muy distinto sesgo que Sartre, con el que rompería relaciones tras la publicación de El Hombre Rebelde en 1951, moriría nueve años más tarde). ¿Dónde está la tragedia? La tuberculosis le permite afrontar con mayor empeño su labor y su función.
Camus, a pesar de lo que algunos han querido ver, no es tan distinto de Hugo o Tolstoi. Las historias son las mismas: los personajes que se enfrentan a un mal común, la guerra o el absurdo, el tiempo o la nada que avanza con forma de rata. Los tiempos han cambiado, cierto, han acaecido dos terremotos literarios llamados G. Flauvert, H. James y M. Proust. Su visión cambia el panorama literario: el narrador oculto, el estilo oblicuo… Es la mal-llamada «revolución de la información». Todo ha de ser objetivo (tenemos como contraproducente referente cercano la propaganda de aquellos años, tan directa como efectiva). La literatura va por delante. Los discursos moralizadores hace tiempo que han pasado de moda, volverán (¿ya han vuelto hoy?), James se esconde tras sus diálogos oblicuos, Sartre en su «encerrado humanismo kantiano»…, Camus en su estilo conciso, sangrante como un cuchillo kafkiano.
El extranjero
En 1942 Camus escribe una despiadada sátira al existencialismo (como haría Byron en su Don Juan). Su título: el Extranjero. Describe los sentimientos y hechos de un nihilista verdadero. Su mal: la filosofía. El libro nos recuerda en muchas partes a «Memorias del Subsuelo» de Dostoievsky (aunque el personaje de Camus carece del sentido del humor y «mala leche»). Es el retrato de un hombre, Meursault, fiel reflejo existencialista de un Raskolnikov sin conciencia.
Meursault recibe un telegrama, su madre ha muerto. Le da igual. Va a su funeral, fuma, humo, de nuevo… Los días pasan, un perro perdido, una mujer que le ama, le da igual. Mata a un árabe. Le da igual. Juicio, todos parecen extraño, la sala es como un club. El juicio se centra más en su persona que en el acto, es la condición humana, miserable, cruel y despiadada. Le da igual. Es condenado culpable, desprecia al capellán. Suenan las campanas. ¿Esperanza?
El proceso a Meursault es el jucio contra todo el existencialismo y la historia de la filosofía, deshumanizada. Meursault parece ajeno al «imperativo categórico» que defiende su abogado y que le exhorta a demostrar tristeza por la muerte de su madre. Éste parece ser su verdadero crimen: falta de piedad. Kant resurge de entre los muertos para juzgar con bara inquisidora. Camus fuma, humo.
El extranjero está narrado en primera persona y supone una de las críticas más agudas al existencialismo como fenómeno social (más que filosófico). Reflexionar aquí sobre las consecuencias estéticas o sociales de este fenómeno queda fuera de lugar. Dicen por ahí los libros de texto, siempre tan ridículamente sabios, que el existencialismo fue la consecuencia natural de los fenónemos políticos acaecidos durante la segunda gran guerra. Camus fuma. Baudelaire ya lo vio claro en su spleen (y nada sabía de los alemanes con elegantes uniformes). El aburrimiento de Baudelaire es el mismo que el de Meursault. Baudelaire siente y padece, pero el teatral dandysmo no le permite modificar su conducta (al menos vista ésta desde una perspectiva literaria). A Meursault le da igual, no puede sentir piedad por aquellos títeres ridículos que le rodean. Concisión, casi hermetismo. Dignidad: no hay conclusiones, Camus era un moralista. ¿Paradoja? Camus fuma.
Calígula
Emperador curioso, a la sombra de la moral. Calígula fue El Extranjero que murió en el año 41 a mano de los pretorianos, necias conjuras que rezaba el libro. Nos han llegado pocos testimonios, y la mayoría de la documentación que se conserva se la debemos al historiador Suetonio en su obra «Vida de los Doce Césares». Este libro tan objetivo habla de César, Augusto, Tiberio… Y se detiene especialmente en las aberraciones atribuidas a Cayo César Germánico (el apodo de Calígula era por su costumbre de vestir con militares «zapatos»).
Calígula es una obra de teatro en la que Camus muestra a un Calígula humano, un personaje que se acerca mucho más a lo que fue el verdadero emperador romano. Tiberio, en Chipre, le enseñaría el «noble arte del miedo». Cayo le dio su especial tratamiento. Aficionado al teatro desde muy joven, Calígula se burló de todo y todos, su gobierno fue un teatro. «Soy el último de los hombres libres», decía.
La obra no se detiene en los aspectos demonizados del emperador (como bien hizo Suetonio), sino en el personaje dentro del personaje. Hay un momento que merece toda la obra, en conversación íntima. Calígula confiesa que todo aquello es un absurdo, que el telón pronto bajará. ¿Qué vale realmente la vida de un hombre? ¿Qué dignidad hay en morir? No, la verdadera dignidad está ser libre y morir como tal.
Camus es valiente, elige un personaje denostado y odiado, famoso sólo por su crueldad (aunque tengamos en cuenta el sesgo político del emperador y el de Suetonio, totalmente contrarios). Calígula lamentó que, durante los tres años que duró su gobierno, ninguna catástrofe asolase el imperio.
Camus está afable, al lado de Sísifo, que se toma un descanso. Gran aficionado al fútbol, deporte tan absurdo como entretenido, los dos reirán y contarán anécdotas. No importa demasiado, quizá algún día logren ser libres. Un cigarrillo encendido: humo.