Novela. 40. Agosto o septiembre 1838

Martin Cid

Es ya un secreto a voces el contenido de la bodega. Huele a podrido, huele a negro, huele a esclavo. Se les escucha cuchichear desde cubierta y por las noches tampoco duermen. Huele a negro, huelen a negro. Ése al que llaman Josh ronca tremendamente y está gordo, terriblemente gordo pero tiene una agilidad que más de uno querría en el barco. Es afable y se habla con todos, supongo que por eso le toleran la falta de sueño, con ese ronquido profundo, grave y sonoro. Todos aquí se burlan del capitán, que apesta a bebida incluso más que los marineros. Por las noches camina por cubierta, medio dando tumbos junto a ese amigo suyo que recogimos hace días. Desde luego, no se trata de un marino pero tiene, seguro, que ver con el apestoso cargamento de esclavos que llevamos junto a nosotros. En las noches, escucho a algunas mujeres llorar, a hombres también. No hay peor sensación que dormirse mientras alguien llora, sobre todo una mujer, pero aún peor una mujer negra. Hay otra mujer entre la tripulación. Ha venido con un hombre y con un niño pequeño. Al principio lloraba mucho pero parece que por fin se ha callado. Siempre cuesta dormir a bordo.

IV. Puerto de Bristol. 28 de julio de 1838. Fritz

La taberna del puerto está bañada por una tenue luz en penumbra. Algunos marineros beben y observan, porque un buen marinero siempre observa. El cielo y el gesto del compañero determinan siempre el grado de la tormenta. Beben cerveza muchos, whisky otros… ninguno el ron servido en vasos manchados de salitre.

Fritz se encontraba en la taberna buscando una partida como cada noche. Viejo y cansado, su nariz aguileña y sus entradas le delataban a pesar de los largos cabellos canos que caían sobre sus hombros de escasa anchura. ¿Cuántas partidas has perdido ya la última semana? Aún le quedaban monedas suficientes para una partida más.

Cuando alguien ha perdido todos los dientes y muelas, se le han hundido los ojos y podrido el tabique nasal de tanto oler salitre y yodo, cuando ya no te queda pelo ni barba que afeitar y las orejas se han arrugado y desdibujado, cuando las enfermedades de la vejez y las cataratas te han quitado todo expresión, se diría que portas una calavera y que perdiste la cara: eso le pasaba a Fritz. Caminaba entre-chepado y dando tumbos debido a la falta de fuerzas y avanzada artrosis, pero también a la falta de vista (imperdonable en un marino), porque las cataratas le invadían y empañaban los ojos.

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Entran dos irlandeses… uno de ellos lleva un pendiente en cada oreja, el otro es pelirrojo. Varios hombres se aferran a las bebidas y observan al resto. ¿Estará entre ellos el armador? Al fondo un hombre fuma en una buena pipa, excelente señal para Fritz y el resto de buscadores. Se contrata en la mañana pero se sellan los afectos y miradas afines en las noches.

No hay mejor lugar para pasar la noche que la taberna del puerto.

El hombre de la pipa está sentado al fondo y luce una barba blanca bastante cuidada, quizás el capitán de algún barco, quizás el dueño de una flota, quizás otro marinero perdido de barba más cuidada.

Candiles de aceite iluminan la estancia y los rostros.

Hay un terrible silencio que baña las paredes de madera desnudas de adornos y manchadas de tiempo y sed y sueños. ¿Habrá partida esta noche?

Fritz se encontraba en la taberna buscando una partida como cada noche, es anciano y fuma tabaco liado. Alguien le contó la historia:

-Un egipcio fumaba su pipa cuando otro turco le disparó. Tomó entonces el turco las hebras de tabaco y las lió con hojas que encontró sobre el campo. Fue así como inventaron el primer cigarrillo, amigo mío.

Pero el hombre en el que se fijó aún fumaba en pipa, una pipa de brezo, un caro ejemplar de brezo inglés veteado.

Alguien desde el fondo le guiña el ojo porque todos ya conocen su debilidad y Fritz no duda ni un momento antes de acudir a su cita. ¿Volverá a perder? Sonrió un momento y aceptó con una sonrisa la invitación. Sí, sin duda volvería a embarcar el viejo Fritz.

Las cartas corrieron.

-Un ron –pidió Fritz.

-Que sean tres –corrigió su compañero-. Esta noche invito yo. Creo que las cartas me serán propicias.

Dos horas más tarde, Fritz lo había perdido todo.

Pasaría la noche al raso, feliz.

Apenas quedaban dos días para volver a embarcar.

Salió de la taberna temblando, como siempre que Fritz perdía su dinero. Hace años le invadían las preguntas: ¿qué he hecho mal? ¿Por qué he perdido? ¿Cómo me puede haber pasado esto a mí? Con el tiempo, las preguntas dieron paso a la más terrible de las respuestas: pierdes para volver a embarcar porque la mar te reclama.

Durmió durante algunos minutos, es difícil calcular el tiempo y despertó ante el Saint George. ¿Qué tenía de especial aquel barco? Casi sin quererlo, descubrió como un par de marineros habían hecho lo mismo. Le extrañó. ¿Por qué precisamente aquí cuando hay lugares mucho más cómodos en el puerto? Allí vio por primera vez a un pequeño que más tarde resultó responder al nombre de Pip, el pequeño Pip.

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