Thalia, la Sirena
Isla de Creta
La playa aún estaba bañada por los últimos rayos de sol de un día nublado. Era invierno. Al fondo, los últimos barcos pesqueros ya se dirigían a puerto. Grecia. Año 1656 d. d. C.
Los tres gitanos hablaban griego perfectamente, aunque hubiesen nacido en Turquía, país invasor que aún continuaría en guerra con Creta hasta el año 1669.
Pero eso, sólo la sirena lo sabía.
-¡Mirad allí! –exclamó uno de ellos, de espigada nariz y piel blanca-. ¡Parece una figura!
Los tres gitanos habían acudido a la playa a la búsqueda de baratijas que poder vender a cualquiera.
-¡Demasiado grande, vamos! –respondieron.
-No, no… vamos, podría ser valioso.
Se trataba de una roca dura en la que había esculpido un rostro de mujer. El talle apenas se dejaba ver entre las grietas y estaba cubierta de restos de arena y sal. ¿Qué hacía una roca tan pesada en aquel lugar de la playa? Ninguno de los tres se atrevió a responder.
-¿Y cómo llevaremos esto?
Guardaron silencio por un momento pensando una solución. Con un carro fuerte podrían hacerlo, ¿de verdad valdría la pena el gasto?
-En la ciudad hay un escultor que compra estos cachivaches, quizá pueda servirle.
-¿Y si no lo quiere? ¿Qué haremos con esto?
Silencio de nuevo. Esta vez sí pudieron sentirlo.
Comenzaron a atar la figura para el pequeño viaje hasta la ciudad.
-Quédate aquí con ella, que no se escape.
-¿A dónde podría marcharse un trozo de piedra?
Y otra vez el silencio calló al mar ya en calma.
Y tres horas después estaban en la ciudad, ante la puerta del más famoso escultor de la época: Ater Kazarakis.
Llamaron a la puerta y nadie abrió.
-Cuánto silencio.
Llamaron de nuevo.
-¿Habéis oído eso? Parece como un lamento.
Y una tercera vez.
-No he escuchado nada… mejor espera.
Y ya los pasos se escucharon.
Y los tres gitanos se sintieron aliviados.
-¡Marcharos! –exclamó el escultor mientras lanzaba un grueso de monedas que fueron muy del agrado de los tres gitanos.
V
Novimebre de 1838
-¿Dónde se ha metido Edgar?
Silencio y miradas inquietas.
El Saint George tomó como referencia la historia de San Jorge y el Dragón: un monje medieval que se enfrentó a una terrible bestia para evitar la muerte de una princesa.
En el interior del Saint George, el cadáver aún respiraba.
-¿Ha muerto ya? –preguntaron en cubierta.
-Aún vive.
La goleta se caracteriza por su enorme tamaño. Se trataba de una goleta áurica, o también llamada bermudiana, de 4 mástiles Construida con madera de castaño, pino tea y pino amarillo, tenía 225 pies de eslora, 40,9 pies de manga, 18,6 pies de puntal y 1412 toneladas de registro.
Hubiesen deseado que el bebé no muriese en el barco. ¿Qué enfermedad portaba? Algunos marineros se santiguan y otros escupen, el mismo efecto tendrá en los dioses.
-Ya sólo le espera la muerte.
Ninguno entre la tripulación quiso nunca ver el rostro de aquel bebé, siempre enfundado en brazos de su madre, que también parecía contagiada por la enfermedad, siempre tapado, siempre envuelto, siempre callado, siempre muriendo.
La goleta aparece en el siglo XVIII y sus funcionales son parecidas al bergantín, aunque se diferencia en el aparejo. Es un buque capaz de alcanzar gran velocidad en ceñida y través, y se empleó de forma parecida al bergantín, aunque por su menor tamaño se destinaba más a actividades mercantes de cabotaje. Sin embargo, hubo goletas más grandes, como aquel Saint George construido en el Nuevo Mundo. El aparejo de cuchillo requiere menos personal para su manejo.
Cruje el cansado navío al tomar la ola.
-¿Ha muerto ya? –volvieron a preguntar.
El médico se santiguo un momento y le tomó el pulso, pobre idiota pagano. Seguidamente, tomó otro trago y se reconcilió con el mundo.
-Ha muerto –dijo ante el bebé recién muerto.
Existen dos tipos de goletas: las estayes y las áuricas. Las primeras aparejan velas de estay entre los mástiles; mientras que las segundas emplean en esa posición velas áuricas (cangrejas y escandalosas). Todas ellas incorporan foques entre el primer mástil y el bauprés y velas áuricas por detrás del último palo. Los marineros se echaron las manos a la cabeza y bajaron las miradas de nuevo. ¿Iban a arrojar el cadáver del bebé al mar? ¿Y qué sería de la madre? Con aquel tono amarillento, estaba enferma también.
El viento soplaba y el velamen desplegado rugía.
-¡Está maldito! –exclamaron desde cubierta. Siempre la superstición, la maldita superstición, Fue la primera vez que se le vio fuera de su camarote, al menos de día. Wilson se levantó el sombrero un momento y sonrió a la tripulación.
-Quemadlo –sentenció antes de marcharse.
No entrará más bebé en mi barco el mío y no entrará en el Saint George más mujer que yo.
Los palos del Saint George medían 47 metros (de quilla a perilla) y la superficie vélica entre 1800 y 2300 metros cuadrados.
¿Por qué te la tuviste que llevar también a ella?
Ella aún vive, Edgar, ella aún vive. Abraza aún a su pequeño muerto entre sus brazos… aún ella te espera en su camarote, aún ella espera tus besos. Vamos, Edgar, ve con ella, ven conmigo.
Me miró desgraciada la sirena tallada en el mascarón de proa.