VII. Saint George. Agosto de 1838. Pip y Fritz
-¿Por qué en cada barco tiene que haber un maldito crío? –pregunta el viejo Fritz con ganas de terminar la conversación-. He viajado desde los doce años y tengo ya más de sesenta, cincuenta, cuarenta… ¿a quién le importa? Nunca en todos mis viajes ha faltado un muchachuelo de doce o trece años fastidiando. ¡Si os hubiesen ahogado a todos el mismo día en el que nacisteis!
Pip tenía la piel demasiado blanca y las facciones finas como un joven lord inglés. Aunque sus hoyuelos y su sonrisa le acercaban a la Cámara de los Comunes, había un detalle que nos daba buena cuenta de los muy plebeyos orígenes del pequeño Pip.
-Y ese pelo, ¿nunca te va a dejar de crecer?
Cuando Fritz miraba su desordenado pelo que crecía de punta, como un cepillo mal colocado en su delicado cráneo, era cuando comprendía que aquel matojo no podía haber salido más que de algún arrabal sin vergüenza.
Pip disfrutaba haciendo rabiar al viejo Fritz, que a pesar de sus palabras groseras tampoco parecía hacer demasiados ascos el joven Pip, de apenas quince años, doce, diez, ¿a quién le importa?.
-Vamos, ¿qué sabes hacer?
-¡Sé cantar y recitar poemas, Fritz!
-¿Quieres acaso hacerle la competencia a las sirenas, pequeño? ¡Vamos, ven aquí! Te enseñaré algo útil.
Pip entonces salía corriendo como alma que lleva el diablo ante la exasperación del viejo.
-Déjale –comenta otro marinero de nombre Jonás-, ya tendrá tiempo para amargarse como tú. ¿Acaso no fuiste nunca un niño, viejo?
Fritz escupe y se marcha tras el pequeño Pip.
-¡Otro anciano sin remedio! Cualquier día nos despertaremos y tendremos que lanzarle al mar…
-Oye, Frirz, ¿qué edad tienes?
-¡No llegará ese día, no llegará! –replica a lo lejos el loco de Fritz.
¿A quién le importa?
El Saint George avanza sin problemas a través del Atlántico, evitando siempre la costa francesa. Los vigías están atentos, pero por el momento el viaje ha transcurrido con tranquilidad.
VIII. Saint George. Agosto u octubre de 1838
-¿Quién crees que lo hizo? ¿Quién escribió aquello? Sólo tú puedes saberlo, ¿cierto? ¿No estabas acaso de guardia aquella noche?
-Hubo dos turnos aquella noche y yo fui del primero. En toda la noche no se movió un alma en el barco.
-¿Te quedaste dormido en algún momento?
El marinero guardó silencio para no mentir.
-¿Quién es ese tipo? –pregunta uno de ellos-. Sabes a quién me refiero.
-No sé a quién te refieres, Jonás.
Escila
Las sirenas podemos cambiar de rostro y forma a nuestro antojo y podemos leer la mente, siempre igual, siempre idéntica, siempre sedienta, no hay mucho que imaginar en el infierno salado en el que mis dos envidiosas hermanas me enferman cada día más. De las dos es Thalía la peor y la más abyecta, siempre llorando, siempre triste por aquello que ni tiene ni sabe ni proyecta ni escupe. De las tres, es la única que no quiere cambiar sus facciones, la única que continúa con su rostro ajado y con las quemadas por el sol. ¿Pasará hoy algún barco? ¿Podremos alimentarnos? De las tres, es ella la que tiene la voz más serena y los pechos más turgentes y los más finos labios y mientras ellos se acercan, Caribdis y yo notamos como es a ella a quién miran, como es ella a quién desean a través de los ojos cansados y lastimosos. Huele a mar, guele a miedo, huele a miembro seco y ansioso aunque me gusta empezar por el cuello. Caribdis es una tonta y se arrastra a mi son minetras a veces nos alimentamos espacio, hay que dejarlos con vida para no estropear nuestras pieles. La carne podrida las estropea. Comemos solas, cada una a un extremo, para así no mirar nuestros rosotros verdaderos, para así no vernos realmente, para así no sentir cómo los dientes se caen, ya podridos, antes de que la mar nos devuelva nuevas fauces. Pasamos el día mirando, esperando, casi siempre en silencio. Apenas podemos ya mirar, apenas la vista nos alcanza a Caribdis y a mí para divisar los barcos mientras ella se mantiene distante, con su fino oído, con su esmerada voz, muy baja, apenas audible. Sólo servirá el canto de las tres sirenas, sólo las tres sirenas a una para que así los marineros vengan a nosotras. Thalía llora en una esquina, qué repulsión escucharla, qué nausea me recorre confundida con sed y sal, siempre sal. Apenas ya me muevo y sólo hay un sol eterno, un sol misterioso que un día nos expulsó a las tres del hogar, que un día nos hará regresar. Queda un trozo de comida medio podrido, casi ardiendo al sol, casi ya chamuscado, suelen los hombres usarlo para caminar. Apenas queda un poco de carne ya desprendido de los huesos. Otros pájaros lo quieren, enseño mis fauces sólo para que no se lo lleven, sólo para disfrutar de ver cómo se pudre ante sus ojos estúpidos. Finalmente, cojo el trozo de carne y me lo llevo a la boca en un sabor nauseabundo de hiel y lo mastico bien y escupo. Mastico bien y lo lleno de mi hiel para que que así los otros pájaros sientan asco y sed y miedo y rabia, sientan esa nausea que se me retuerce. Ya no queda nada, sólo el hueso, el último rastro de un marinero que también cambia de rostro como el tiempo, como la hiel. Escondo bien el hueso del marinero, no quiero que los pajarracos se lo coman, no quiero que nadie se alimente, no quiere que nadie lo huela ni lo sienta. Algunas aves se acercan a la carne que acabo de escupir y escupen también. Tampoco ellas quieren comer los despojos de mi ser ni mi hiel. El sol me abrasa y mi vista no alcanza a ver nada más que el horizonte infinito del ansia que no termina, de ver a mis dos lastimosas hermanas arrastrarse y morir, y morir, y morir.