El Puerto. Bristol. Desde el Vientre de la Sirena

Martin Cid

El capítulo anterior ha sido omitido debido a su explícito contenido. Si alguien quiere leerlo, puede escribirme en privado y lo enviaré encantado pero no puedo publicarlo. En él se narra como Cook, armador del barco, visita el puerto y a las ‘chicas’. Le intentan robar y le corta la oreja a un niño, hijo de la prostituta que no hace nada por impedirlo. Vemos a Cook como un viejo sanguinario.

III

Puerto de Bristol. 28 de julio de 1838. 51° 27? 0? N, 2° 36? 0? O. El puerto

El puerto de Bristol despertaba de madrugada para no volver a dormir hasta medianoche. Situado en el río Avon, era una de las tres escalas más importantes de toda Inglaterra junto con Londres y el imperial Portsmouth, dedicado casi en su totalidad a la marina de guerra.

Para las gentes como yo, poco importaban las alianzas y tratados y las frecuentes guerras libradas entre los países que luchaban en aquel entonces por dominar Europa. ¿Quién sería aquel famoso hombre llamado Napoleón? Un pobre corso nada más, decían algunos, un hombre de tierra cuya ambición le llevó más allá de sus fronteras para morir como hacen los malos marineros arrepentidos y tristes: en una isla cantando los días pasados y ahogados en un mal ron cansado.

Llueve constantemente en Bristol, incluso más que en la misma Londres.

Pero la lluvia no me afecta porque vengo del lugar de los gigantes.

Alguien me dijo una vez que el puerto se construyó en el siglo trece.

Miro ahora el canal y, al fondo, se extiende mi revelación: un gran barco, una antigua y enorme goleta de cuatro palos. Seguramente en otros tiempos fue algo espléndido rodeado de mil cañones que amenazaban la carga mientras en el mar se libraban mil batallas y piratas y lo peor, los ingleses.

Aún hoy todos hablan en Bristol y en Portsmouth, en Brighton y Londres… aún los ecos del almirante Nelson se escuchan en voz alta, hoy convertido en una figura legendaria gracias a su victoria sobre las armadas española y francesa en la batalla de Trafalgar.

Murió Nelson aquel día, veintiuno de octubre. Nací yo éste, veintiocho de julio.

Toneladas y toneladas de mercancías pasan a diario por estos muelles atestados de gentes de toda clase y condición: había empresarios cuidando sus mercancías y torpes marineros que las manejaban; comerciantes que la inspeccionaban y anotaban en pequeñas libretas el precio calculado para la subasta; mujeres de cadera fácil y elegantes damas de floridos sombreros que vigilaban también de lejos a sus maridos y de reojo a algún otro marinero mucho más atractivo. Huele a podrido en los mulles de Brtistol, huele a sangre de animales, huele a sudor, huele a muelles atestados de barcos de toda clase ansiosos también de partir a alta mar…, los siempre veloces bergantines y barcos pesqueros bastante más pequeños que los de mercancías y embarcaciones también de pasajeros o incluso veleros aún más pequeños.

Parece desnudo un barco sin las velas extendidas… un ser callado a la espera, durmiente dama que espera ser despertada con el beso del viento de popa.

Miraba el que sería mi hogar de soslayo como quien se enamora y no se atreve a observar de frente a su amada temiendo encontrar en su rostro algún defecto que le disuadiera. El casco bien pulido me saluda con un nombre: Saint George, Saint George cercano al mascarón de proa, una sirena que mira pálida el horizonte callado.

Un barco atracado es siempre una buena oportunidad.

Había otros que, buscadores también de efímera gran fortuna, observan el barco y me miraban. Es muy importante conocer y elegir bien, elegir sin miedo a los que cuando golpee la tormenta te tiendan la mano, una mano fuerte que sostenga las amarras y el timón y no vea palidecer su corazón cuando, a lo lejos y con el mar en calma, el destello profundo de la más terrible de las tormentas anuncie el fin. Bien deben conocer los marineros a los que serán sus compañeros durante algunas semanas, algunos meses… o tal vez toda la eternidad.

Uno de ellos lleva la barba recortada y dos pendientes, uno en cada oreja. Me sonríe y le saludo torciendo el rostro, futuro compañero de desvelos y calamidades. No me gusta ese tipo extraño.

Me dirijo a la taberna más cercana.

Quizá alguien allí pueda informarme sobre el Saint George.

Quizá de sus entrañas surgió el disparo que mató a Nelson.

No, imposible.

O quizá de en sus entrañas durmiese lo que un día me daría muerte.

Desde el Vientre de la Sirena

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