25 agosto 2016 08:39

Los vagones estaban abarrotados en su último viaje. El maquinista se sentó sosegado. La locomotora, consciente, aún apretaba los dientes.

Apenas se desvió unos metros, las vías estrechas se perfilaron. Los empleados esperaban ya, con las herramientas dispuestas para desmontarla. Consciente y sumisa, se acercó y sintió el calor de cien frías manos envolviéndola. Es el tacto de la muerte que se acerca.

Sintió el primer golpe, se desmayó. Sólo una suave frase que la acarició esquiva: “volveremos, amiga”. El maquinista se despidió, con una sonrisa perfilada. La acariciaba. No, no llegará ese día, se juró.

Apretaba los dientes, rugía feliz mientras sentía que la muerte le penetraba. Aceleró aún más mientras ya sentía las chispas en las vías y aceleró con más fuerza. ¿Había sido difícil trucar todo aquel sistema? Por fin lo había conseguido en un sueño. Allí, todos morían y por fin ponía fin al sufrimiento de mujeres y niños, al sufrimiento del sinsentido, al sufrimiento de levantarse cada mañana y ver cómo un día menos te convierte en más ingenuo, en la más terrible de las existencias, la del mediocre. Antes de morir, apuró el último trago de ginebra mientras escuchaba cómo el tren ya se deshacía.

Habían descarrilado, habían muerto hombres mujeres y niños. Por fin, su vida cobrço, por un momento, algo de sentido.

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