Sören Kierkegaard. Filósofo. Existencialismo. Diarios de un Seductor

Martin Cid Martin Cid
Sören Kierkegaard
Sören Kierkegaard

Kierkegaard es el extremo dialéctico entre el gemido, el grito y la contemplación, entre lo estético-terrenal y lo divino-abstracto. Dicen que es el precursor del existencialismo (echándole, bien es cierto, una mano al cristianismo), dicen los daneses que, más que un filósofo, es un poeta.

El danés vive una juventud como el lector podría imaginar la juventud de un Baudelaire cualquiera: frecuenta cafés, teatros, viste bien, come mejor, bebe… En su quehacer literario, parece ser una especie de Pessoa a la antica (emplea numerosas voces que le sirven como pseudónimos que, en numerosas ocasiones, dialogan entre ellos en busca de una nueva forma de «verdad»: Nicolás Notabene, J, Anticlimacus,  Víctor Eremita, Johannes de Silentio…).

Verdad, verdad… Oscura palabra que parecen haber buscado incansables los pensadores ya desde tiempos platónicos. La búsqueda de la verdad parece copar los pensamientos durante buena parte de la historia de la filosofía (no olvidemos el significado de la propia palabra «filosofía»). Durante el reinado de la escuela alemana, los Kant, Fitche o Schopenhauer quieren establecer una especie de sistema que pruebe, de manera empírica o abstracta, la posibilidad de un método con respecto a la verdad. Hegel parece un refrito de los griegos, como Kant parece la reencarnación sistémica de Aristóteles… Schopenhauer es una isla que se confirmará en un Nietzsche enfermo de poesía, de «verdad poética». ¿Leyó el alemán al danés?

El «espíritu» verdadero de una nueva filosofía es visto, quizá, por vez primera por Schopenhauer, que habla de las colinas y de los montes, de la música y del espíritu… Termina por llamar a toda esta serie de «veleidades» Voluntad, con mayúsculas (si bien es cierto que hago una terrible simplificación). La Voluntad no se puede leer (por más que el mismo filósofo lo intente) como una serie de abstracciones de «razón suficiente», por parafrasear su propia primera obra. Esta Voluntad alcanza en Nietzsche su mejor manifestación: la convivencia y connivencia de poesía y filosofía se torna en este autor una verdad en sí misma. No necesita explicación, es el propio texto, el que alcanza la formulación de verdad, en su belleza (y siempre tomando como referente el sentir griego).

Es una vieja idea que ya planteó Goethe (no olvidemos su obra autobiográfica «Poesía y Verdad») y que parece teñir de «romanticismo filosófico» todo este siglo XIX. Los poetas están cerca de las ideas «filosíficas» (sí, término derivado del poema «De Morbo Gallico» y de la obra titánica «Metafísica»), y los filósofos emplean una lengua menos sistemática para cantar la verdad, ahora poética. Kant no se cuenta entre estos últimos.

No, no estudiaremos a Kierkegaard entre los filósofos del bachillerato, ni siquiera entre los grandes pensadores de todas las épocas, ni veremos sus poemas entre las antologías de los modernos. Kierkegaard habla en otro lenguaje, en el que hablaron Nietzsche y Verlaine, pero también habla la lengua de Kant y Hegel. Kierkegaard es, así, difícil (¿imposible?) de calificar. Se podrían dividir sus escritos entre textos filosóficos y obras poéticas, ¿para qué? Quizá no se pueda leer un texto tan aparentemente sencillo como «Diarios del Seductor» sin «El Concepto de la Angustia» o «Temor y Temblor». La angustia o el orden del mundo dependen de la verdad de un pequeño libro de confesiones amorosas, de un cuerpo maltrecho, de una enfermedad, de una verdad, única y multicolor.

Ya desde una perspectiva cuasi-biográfica, podríamos interpretar la crítica moderna hacia la muerte de Dios, del concepto de «padre protector», como una superación del propio ser humano, de las cadenas que, aún hoy, nos unen con las formas medievales de pensamiento. El concepto de Dios se hace necesario para explicar un mundo maltrecho. Avanzan las pestes y los hijos mueren, así sólo podremos encontrar consuelo en Dios . Nietzsche se propone como deicida en el mismo sentido en el que Kierkegaard habla de «su» angustia. La muerte de Dios es para Nietzsche el desfallecimiento de los modelos occidentales de pensamiento (tomando como extremos los apolíneo y lo dionisíaco, en un sentido muy hegeliano). Así, Kierkegaard toma la «verdad poética» como un puente entre lo dionisíaco y lo humano. Su vida licenciosa es la poesía, vista en el espejo de la reflexión (ahí radica su fuente de pensador). Sin embargo, nunca se ve libre de la corriente dionisíaca, y las formas que adquieren sus poesías y ensayos son la coexistencia, pacífica y bélica, de ahí el importante concepto de angustia (que se hila perfectamente con la filosofía alemana imperante).

Dice el danés que la angustia deviene de la puja interna -humana- entre lo terrenal y lo espiritual. El hombre adquiere el concepto de infinitud (divinidad) pero sigue siendo a la vez mortal, terreno. Esa contraposición genera en el ser humano la angustia, la desesperación. ¿Cómo superarla? Kierkegaard aboga por la fe, por la confianza en este «padre protector» que nos aporta paz ante la natural melancolía (como Nietzsche escogió una vena más nihilista, según puntualizan los exégetas de la filosofía).

Dice Abraham en «La Repetición» que la verdadera paradoja se encuentra entre obedecer a Dios o a la ética, la decisión será un acto de fe. Kierkegaard, de nuevo, se parodia a sí mismo en el espejo convexo de un Platón anciano.

Kierkegaard hace un estudio paródico-histórico de la filosofía y la literatura. Intervienen en sus obras los nombres de Don Juan, Fausto, modistos, estetas, poetas y prestidigitadores de todo tipo. La reflexión gira en torno al hombre, pero pronto se torna angustia cuando el concepto de Dios y su arbitrariedad, ¿por qué un dios justo proporciona al hombre la capacidad de vislumbrar lo divino?

La resolución al conflicto, al que el filósofo parece encontrar una solución, se torna imperfecta y bella en la metáfora del poeta. Es la elección imposible entre vida y paraíso, entre contrarios hegelianos, entre literatura, filosofía e historia. En Kierkegaard se aunan las materias del saber. Contrariamente a que lo que hoy en día podríamos pensar, hubo un tiempo en el que no sólo las ciencias eran materia del saber, en el que materias no útiles ocupaban los pensamientos de las clases avanzadas. Así, la filosofía, naturalmente considerada un divertimento para la mente, era materia de estudio (e idolatría para sus practicantes). De esta manera, la disciplina se vuelve algo serio. He aquí que el lenguaje cambia, y lo que en un principio se realiza por amor se hace ahora como si fuera un trabajo: la verdadera filosofía se ha perdido, nos queda el poso de los que un día fueron gigantes. Así ocurre también con la literatura y la historia, que pierden su contenido poético para pasar a adoctrinar o entretener (dependiendo de la «calidad» del autor). Kierkegaard lucha contra todo esto (como nosotros, hombres de letras, deberíamos luchar desde nuestros pequeños púlpitos). Desde sus textos, el danés hace una reflexión sobre los tiempos antiguos (fundamentalmente sobre Platón) y los enfrenta contra lo que es su modernidad. La estética predominante (no olvidemos que el rococó aún tiene cierta vigencia) se torna vacía en su búsqueda de sí misma. El esteta ha de buscar algo más, discute finalmente con el filósofo y el poeta.

Los diálogos de Kierkegaard, al contrario que los de Platón, no demuestran nada (¿acaso quiere seguir la misma senda kantiana?), pero hacen pensar. La metáfora, siempre presente, no se torna un elemento de sustento para alcanzar una idea. La idea, que si bien no nos aturde con su fuerza, nos embelesa más que nos convence. Kierkegaard habla con el corazón, ese órgano que algunos dicen hay que olvidar cuando escribimos sobre ideas…, habla para poetas y hombres elevados, habla para aquéllos que han elegido comprender y sentir, no para aquéllos que han elegido demostrar (no en vano se opuso a la visión hegeliana predominante en su tiempo).

Podríamos entrar a analizar los distintos estadios de «conocimiento» del ser humano (mejor, tal vez, sería decir etapas del desarrollo). Sí, Kierkegaard propone un camino, pero habla en boca de otros y con personajes que, en muchas ocasiones, se contradicen y no por ello dejan unos de tener más razón que otros. Habla con el lenguaje de Miguel Hernández y de las estrellas, habla con el sonido de los pájaros y la belleza, habla con metáforas para aquéllos que, sin tener que comprender, ya han entendido.

El hombre, abocado a la angustia (término que tomaran los Camus y Sartre, amén de sus cientos de imitadores) encuentra en la poesía, en el propio acto de leer, el solaz del «caballero de la fe» y es que, al igual que pude interpretarse el ser y no ser de Shakespeare desde la perspectiva de la lucha de contrarios, también se puede crear un poema con una obra de filosofía (casi con todos, ¡menos con «La Crítica de la Razón Pura»!).

Leer a Kierkegaard es, hoy, una experiencia siempre nueva. Descubrimos, junto con el seductor y el filósofo, un mundo de angustia que deviene hacia dentro del ser humano y desemboca en el exterior, en una metáfora, en un lago o en un cielo estrellado. Alguien dijo que «la angustia es el vértigo de la libertad».

Algunas personas, arrogantes, valientes, están aún dispuestas a enfrentarse a ese camino: afrontar la angustia, la congoja, ser humanos, griegos y nihilistas, ser todo, en un sólo cuerpo. Sobre una página, angustiados pero liberados, probamos el peso de la culpa.

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