Receloso, abrumado, algo impertinente… en una selva oscura entre el mito y leit-motif, entre lo monumental y lo grotesco. Recordamos hoy, gracias a los documentos fotográficos, a un anciano de setenta años, medio afable medio distante. Thomas Mann representa, por motivos diversos, el espíritu de aquella Alemania de principios de siglo, sumergida en el océano del mito y del presente más aterrador. Lejos de acercarnos al ser humano que, creemos, fue Thomas Mann, nos aproximamos a unos personajes no humanos, tan efímeros como su bella, monumental, aburrida y genial prosa.
Resulta difícil un acercamiento a un ser humano tan extraño. Thomas Mann vivió como una estrella en el exilio, como un príncipe en su tierra y como un rey en el tiempo, verdadero tema central de su obra. En su mansión de gusto romano en Beverly Hills (exilio norteamericano durante el conflicto bélico), Thomas Mann ejerció la labor de embajador del pueblo alemán contrario al régimen: conferencias, ensayos, miles de cartas nunca sin respuesta… Llegó a Norteamérica siendo ya un fenómeno literario en su país. Dicen sus biógrafos que mantenía tensas relaciones para con aquella Alemania enferma, de ambición, pasado y poesía.
Thomas Mann vivió pendiente de la gran figura de la literatura alemana, Johann Wolfgang Goethe. Dicen sus detractores que le imitó hasta el desánimo en una vida prestada. Príncipe de la literatura burguesa (ya sus orígenes delataban su camino: hijo de un acaudalado comerciante), paladín de la estética y belleza. El lector experimentado no olvidará jamás la honda huella dejada por las concepciones del poeta romántico en este nuestro nuevo estilista: el constante pulso entre vida, naturaleza, belleza y tiempo. Tema recurrido en todo el arte y el pensamiento alemán (Schopenhauer no cesará de recalcar esta síntesis imposible), Mann pondrá sus miras en esta misma antítesis: tiempo y belleza.
Sin embargo, nuestro alemán vivió muchos años a la sombra del mito. Los diarios de Thomas Mann no se conocerán hasta veinte años tras su muerte, por orden expresa de Mann. Bajo estos diarios descubrimos algo que jamás había tenido ocasión de contemplar en diario alguno: la completa (y a veces aterradora) falta de humanidad. Son notas pobladas de anotaciones sobre el café o el sabor de los bollos (escuetas, concisas, como si de un narigudo notario se tratara). No hay sombra del ser, sin duda sensible, que un día escribió, en 1903, Tonio Kröger.
Mann no comenzó con una historia sencilla, no. «Los Buddenbrook» narra el deterioro de una familia de comerciantes. ¿Autobiográfica?. Los diarios de Mann nos dicen mucho sobre este punto: Mann vivía por y para la literatura. Vivió poco, por no decir nada, se casó, tuvo hijos, sintió deseos (espirituales) hacia un muchacho mucho más joven. Nada más. Tenía un hermano, también escritor, Henrich Mann. Su mayor pecado (amén de otras causas): ser un mal escritor. Uno de sus hijos, Klauss Mann (drogadicto, autor de «Mefisto», una curiosa novela anti-fascista) asimismo despreciado por idéntica razón. Cualquier cuestión era aprovechada para hablar de sí mismo: un hombre que se sentía profundamente ofendido si le aplaudían sólo una vez en un acto público. ¿Qué podría haber de sublime en un hombre así?
No conocía su biografía en los años que leí «La Montaña Mágica» o «Dr Faustus», el personaje que había tras aquellas frases sublimes no me interesaba en absoluto. No obstante, tras aquella prosa que se jactaba en el detalle, que más tarde supe que se llamaba impresionista, había algo de grandioso. Mann nunca será Dostoievsky, ni llegará a la humanidad de Shakespeare. Richard Wagner, casi idolatrado por Mann, cumbre de la música alemana, reinventor del Beethoven tardío. La obra de Wagner aprisiona por su grandiosidad, es técnicamente envidiable en el uso de los motivos y formas… Nuestros oídos mediterráneos no podrán sentir el mismo deleite al escuchar El Sigfrido de Wagner que con un pasaje de Puccini.
Leer «La montaña mágica» supone un esfuerzo. No logramos recordar un hecho, no contiene sorpresas narrativas (salvo quizá en su «precipitado», que los dioses me perdonen, tramo final, con un «romántico» Settembrini). Pero hay algo en su cadencia, en su música monumental que nos lleva a seguir leyendo. Joachim Ziemssen, este personaje con el que nunca llegamos a conectar, tiene el eco de las voces que provienen del pasado. Ahondando en las novelas de Mann, redescubrimos a este Joachim en el papel de Tonio Kröger, tan criticada a veces. Es un personaje sencillo de novela programática, como el propio Werther. Pero caminando un poco más por esta selva oscura de mitos, le volvemos a encontrar en el Gustav Aschenbach, misma imagen con distintos tonos.
Leer a Mann es encontrarse con el tiempo perdido, con una ópera de Wagner . El tono grandioso oculta el sufrimiento que toda la obra encierra. Quizá este hecho encierre una pregunta que miles de lectores, menos nórdicos, se hagan al leer a Mann: ¿dónde está la humanidad, el sentimiento? ¿No se trata entonces de un autor inhumano, pétreo? Mann requiere un acercamiento distinto al que haríamos si, por ejemplo, fuésemos a leer a Dostoievsky. Mann necesita de la reflexión, de la historia, del mito. Dostoievsky es fuerza, brillante hasta en sus errores narrativos; Mann es equlibrio, reflexión, inteligencia y belleza madura. No necesitaremos aprender música para disfrutar a un Beethoven siempre magnífico, pero sí perderemos los magníficos de un Wagner si no estamos preparados. Famoso era el dicho: «Mann sólo escribe para los escritores e iniciados».
La muerte en Venecia
Gustav Aschenbach regresa al seno materno: Venecia. No es un regreso literal, nada le llama, sólo el eco del tiempo. El viaje comienza cercano a su fin. Es un escritor de renombre, la sombra vuelve sobre sí. Espejos. Camina por una ciudad en ruinas, pasado. Conoce a un joven, Tazio.
El viaje de Aschenbach es el recorrido en busca de los valores clásicos, representados en la eterna Venecia, un viaje que se inicia tras el fracaso envuelto en el éxito aparente. Nada ha conseguido en su búsqueda, sólo la perfección en la forma. ¿Mediocridad? Tadzio aparece. Sus gestos no son estudiados ni sus palabras rítmicas, pero sus movimientos denotan perfección, belleza clásica. ¿Ha errado el camino?
Contaba un ahora reconocido escritor cómo, tras haber leído a temprana edad esta gran novela corta, cuando, contemplando el fantástico film de Visconti, sus recuerdos afloraron. Acababa de iniciar sus coqueteos artísticos, y la pregunta estaba ahí: ¿era capaz de crear belleza? ¿Acaso un hecho minúsculo, una mirada, un rostro…, no serían siempre perfectos, alejados de toda esa artificialidad que buscaba en vano creara través del ritmo poético? La pregunta nunca le abandonó -me dijo-. Ni siquiera entonces había logrado liberarse de su macabro eco.
La novela comienza con una profusión de adjetivos (hasta extremos exasperantes). El viaje no acaba de iniciar. Algunos críticos hablan de un primer encuentro con la muerte antes de su viaje a Venecia. Mi opinión personal e intransferible: Aschenbach llega ya muerto a Venecia. La idea de Tadzio le hace morir con dignidad, tal vez alcanzar un empíreo, al fin ha contemplado la belleza que tanto se ha obstinado en alcanzar. Ha seguido los moldes clásicos y sólo ha obtenido su reflejo: perfección técnica… ¿dónde quedan las virtudes formales ante lo natural?
La muerte en Venecia es, si cabe, la novela más diáfana de su autor (junto con Tonio Kröger). Puede ser leída, como sucede en «La Montaña Mágica» bajo un punto de vista histórico, social o literario… Es una obra que no se agota en las palabras del texto, pero que tiene la extraña y maravillosa virtud de constituir un corpus cerrado en sí mismo. Comprender «La muerte en Venecia» sólo necesita de un espíritu sincero que lea, que no analice. Su lectura, como ocurre en todas las obras de Mann con su (cito a M. Kundera) «estilo soberanamente aburrido», es siempre un deleite en su elaboración y estudiado plan. Se hace difícil en las versiones traducidas captar la ironía que siempre imprimía Mann en sus escritos. La habilidad técnica es indudable, su excepcionales descripciones, siempre usadas como elementos narrativos. ¡Qué difícil de conseguir! Resulta a veces complicado prestar la suficiente atención al detalle, siempre significativo, así como seguir sin perderse los acordes del «Anillo del Nibelungo».
Ésta es precisamente la contradicción entre artificio y belleza que Mann dejó para la eternidad, la misma pregunta que vuela sobre el admirador de Goethe, la contradicción propia de Tadzio. Podemos también ver en estos wagnerianos personajes los ecos eternos de los mitos nórdicos, griegos, celtas… universales. Esta belleza de la que nos hablaba el de Weimar se hace patente, Fausto renace y sólo se vuelve humano cuando aparece Mefistófeles, al igual que Aschenbach sólo vive cuando contempla el rostro adolescente de un Tadzio con piel de cordero.
Mucho se ha hablado del homoerotismo en Mann. Cierto, Mann sentía un predilección por un joven. ¿Acaso nos es lícito juzgar la valía de una obra en torno a cuestiones biográficas? Me temo que no. Quizá estas cuestiones sirvan a los críticos para establecer orígenes narrativos (siempre entretenidos), pero… ¿qué obtiene el lector con todo ello? Volveremos a releer «La muerte en Venecia» o «La Montaña Mágica». Venecia era el romanticismo, el ideal, una ciudad muerta en ruinas que sólo puede encerrar la peste (como el sanatorio de Hans Castorp). Pero Venecia también fue el lugar donde Byron escribió sus mejores poemas, una ciudad que hoy se cae a pedazos, como parece desmoronarse nuestra cultura.
Espero, amigos lectores que, en su segura inteligencia, sepan ver los remansos, el amanecer que se cierne. Tadzio señala su eternidad, han sido invitados.
*Este texto forma parte del libro Grandes Autores de la Literatura. Lo puedes encontrar aquí:
https://www.martincid.com/2017/05/04/grandes-autores-la-literatura-escritores-fantasmas/