Criado en la alta cuna de la «aristocracia» sureña, William Falkner (sin la u) nació en el momento en el que las esperanzas de las generaciones se desmoronaban. Fue un sueño teñido de aviadores y fantasías, en las que viejos fantasmas confederados quemaban cruces y destilaban whiskey de grano, un mundo que se abría paso a dentelladas entre industrias de automóviles, aviadores, tabaco y algodón: sueños.
Yoknapatawpha. William Harrison Falkner nació en New Albany en 1897. Hijo de una familia de terratenientes y comerciantes, mantuvo eclécticas y eficaces relaciones para con sus padres y hermanos. Distante, el mayor nunca fue un hijo eficiente, siempre perdido en fábulas e historias del sur. William Faulkner pronto buscó un mundo interior propio y se distanció de aquella sociedad bien-pensante, tomó su Dunhill y su hoy extinto Balkan Sobraine y contó una historia ya mucho antes relatada: Thomas Stupen.
Sobre 1910. Residencia de los Falkner.
El viejo propietario era un típico caballero sureño, con su traje blanco y su sombrero, buenos habanos en la solapa.
-Me he enterado de que fumas, Bill -dijo el padre del pequeño Falkner.
-Sí.
El padre ofreció un gran puro a su hijo con una sonrisa en el rostro. Bill tomó el buen cigarro, lo partió e introdujo la mitad en su pipa.
-Gracias, padre, el resto lo fumaré después.
Nunca más le daría un cigarro.
Algunas anécdotas del pequeño William son sin duda ilustrativas de lo que sería su futuro carácter, tan teñido de contradicciones como de egotismos. Faulkner (ya con la u que él mismo añadió a su apellido) publicó varios poemas en The Mississipian, que no pasaban de ser semblanzas pastoriles en torno a mitos, muy al estilo del por entonces tan en boga Tennyson.
Faulkner gustaba de las viejas historias, de aquéllas que su abuelo (también escritor) solía relatar. El viejo ferrocarril se extendía como una pesada bruma sobre los ojos extenuados de un joven Bill que, por aquel entonces, ya había comenzado a beber.
Llegarían excursiones a lugares poco recomendables, vacaciones y algún curso en Oxford, que le aburrían soberanamente. Participó activamente en la Primera Guerra Mundial (realizó el entrenamiento oficial y, cuando estaba próximo su primer vuelo de entrenamiento, la guerra terminó). Mientras, Faulkner escribía cartas a su familia relatando las maravillosas experiencias en el aire. No importaba, el mundo se estaba creando.
Sobre 1914, durante su estancia en Oxford
Faulkner es miembro de un grupo de teatro. Se trata de elegir una obra que pueda ser representada y que no ocasione daños morales. Surge un nombre y, desde ahí, la conversación gira en torno al incesto. Bonito tema. Faulkner, antes pequeño Bill, dijo:
-He aquí que me parece mucho más lógico mantener relaciones con alguien de la familia que con un desconocido, ¿No lo ven ustedes también mucho más natural? Sería lógico que, de elegir a alguien con quien compartir un espacio tan íntimo elijamos a un miembro de nuestra propia familia, dado que, desde pequeños, convivimos con ellos.
Le gustaban las largas frases. «Requiem por una monja» (1951) comenzaba con una frase que se extendía durante varias páginas.
Los poemas no convencían a nadie. Tuvo que pagar de bolsillo ajeno la publicación de «El Fauno de mármol».
Sobre principios de siglo (XX)
Faulkner consigue un buen empleo: jefe de la oficina de correos. Un gran jefe, ningún petimetre puede interrumpir la partida, las revistas sólo son enviadas a los abonados una vez leídas, las ventas de sellos bajaron. Fue expulsado por esa literaria «manía» de leer las cartas ajenas.
Llega su primera novela, «La paga de los soldados» (1926), basada en las breves experiencias durante su alistamiento. Viaja a Nueva Orleans (lugar selecto y pulcro como el que más) y trabaja como periodista y librero. Recomienda libros y hace reseñas, pero pronto se aburre (como le pasaría con casi todo). Es un afable y buen empleado.
Viaja a Europa (París). Algo cambia. El Faulkner que regresa está convencido de su valía. Lejos de su primera obra (tópica), William toma elementos de la novela experimental europea. Se empapa de Proust y Joyce (al que llegó a venerar casi como a un dios, tenía buen gusto el viejo Bill). Es el gran tiempo de la novela, un tiempo en el que surgían maestros en cada punto del globo, en el que por doquier emergía un Dos Passos o un Ezra Pound. Estaban los cafés y el jazz, que conjugaban su nacimiento con los ecos de los encapuchados.
Yoknapatawpha. Palabra que viene a significar «agua fluyendo lentamente sobre la pradera» (sobre construcciones chicksaw yocona y petopha). Ha nacido el condado al noroeste del Mississipi, con capital en Jefferson. Comienza un «tour de force» en el que el Yoknapatawpha servirá de marco estructural de narración de aquel sur en el que Faulkner nunca llegó a vivir, un sur compuesto de sueños e historias, relatos no comprobados sobre abuelos que construyen líneas de ferrocarril y violaciones. Faulkner, con una inventiva sin igual, siempre estaba escribiendo, no sólo delante del papel. Contrae matrimonio con Estelle Oldham (su amor adolescente).
Como el título de su gran novela, ruido y furia: las voces se exponen y se metamorfosean, toman vida y se disuelven, lentamente, para volver a rugir en un intenso alarido. Faulkner aprendió de Joyce el uso del lenguaje como elemento narrativo. Recordamos al Joyce del «Retrato del Artista Adolescente», cómo el lenguaje evoluciona de la mano del protagonista, y retomamos al mejor Faulkner en forma de cuatro narradores que aportan sus puntos de vista sobre la historia («El ruido y la Furia»). El mismo Faulkner (cuando enseñó a su editor el manuscrito de «Santuario») reconocía la dificultad para el lector. No era Europa, desde luego. Toma de todos los lugares y convierte el eclecticismo en un tono nuevo: bebe de Proust el gusto por el detalle y el impresionismo locuaz, las epifanías de Joyce, retoma a los falón
Quizá la novela más difícil de Faulkner, quizá su mejor obra. Quentin, Stupen, Rosa Coldfield: fantasmas. La novela gira en torno a la familia Stupen en forma de reclamo para construir una novela aún más ambiciosa: el sur.
La novela es un invento relativamente moderno, pero las historias que narra son mucho más viejas. Contaban los griegos y, mediante los coros, sustituían a este último narrador omnisciente. Más tarde llegaría Henry James y su famoso punto de vista, o su hermano con la «corriente de conciencia» visto por los ojos de un Stevenson desenfocado. Las historias seguían ahí, esperando el momento de poder ser contadas. El coro ancestral fue perdiendo vigencia, y ahora los narradores entonaban requiems en pos del «objetivismo artístico». El narrador, tras Flaubert, se esconde en un juego de espejos que, debidamente conjugados, constituyen el material novelístico. La historia de la novela se trastoca, entonces, en el juego de narradores sobre-expuestos en torno a una historia cambiante: la psicología alcanza la literatura. Hemos dejado de juzgar, porque no es ése el trabajo del lector, sino desentrañar el material, a veces difuso, que tiene ante él. El advenimiento de la democracia (o lo que queda del antaño significativo término griego) trae consigo la igualdad del lector con el narrador (todos conocemos el lema bíblico): juicios en torno a un círculo.
El lector se ha vuelto acomodaticio, burgués siempre. No espera nada nuevo, sino repeticiones de esquemas que no trastoquen el sentido de «libertad» en el que se haya sumido (como una soga en torno al condenado). Los tiempos de Faulkner son los de una sociedad en decadencia que se negaba a aceptar el paso imperturbable del tiempo, un viejo Stupen que, con su pipa de maíz, mira alejado como el viejo fantasma llamado Sur desaparece tras sus cenizas, corroído por las nuevas ideas del Norte, productivas y modernas, pero faltas de espíritu y aristocracia.
«Absalón, Absalón» se mueve, precisamente, entre estas dos aguas, la de la modernidad literaria en el tratamiento y la de los ideales heredados de las historias sureñas. Es precisamente éste el gran conflicto en las novelas de Faulkner: la búsqueda de un lugar de las propias palabras, que luchan frecuentemente en el texto por encontrar su acomodo (siempre ficticio). Faulkner jamás vivió en el condado de Yoknapatawpha, ni siquiera en aquel sur que narran sus novelas, hijo de la modernidad más próxima, ésa que siempre nos obstinamos en olvidar, tan cercana y cómoda.
«Absalón, Absalón» busca en estos ecos del pasado un encuentro con un presente imposible: ¿cómo conjugar el ideal sureño con los nuevos ritmos mercantilistas? Faulkner jamás lo lograría, jamás sería un autor de éxito (a pesar de ganar el Pullitzer en dos ocasiones). Sus novelas hablan sobre personajes que forman parte de un pasado reciente, espejos en los que mirarnos, pero fantasmas finalmente. Son las piedras sobre las que se construyen los estados y los héroes impropios de un futuro, historias contadas de soslayo, como un susurro, sin espacio para un juicio.
El sur del que nos habla «Absalón, Absalón» no existe ya, el propio narrador recurre al polvo que ha dejado la tormenta para contar las epopeyas de sus dioses.
Las conciencias narran su memoria en un monólogo interior. Hay un eco triste sobre la tierra, que recuerda un pasaje sugerido. La sangre se extiende, sobre la colina, en una gran frase sin terminar, mientras Thomas Stupen se aleja sobre su caballo, inmortal.
*Este texto forma parte del libro Escritores y Fantasmas, Grandes Autores de la Literatura. Lo puedes encontrar aquí:
https://www.martincid.com/2017/05/04/grandes-autores-la-literatura-escritores-fantasmas/