Todos mienten y todos mentimos y la sensación de extrañeza es cada día más familiar
Ya estamos acostumbrados: todos mienten y en este mundo no hay otra manera de defenderse que a través de la mentira. No nos sintamos culpables: mentimos siendo educados y aprendemos a mentir en el colegio cuando nos escaqueamos de alguna tarea, mentimos diariamente a nuestras parejas y familiares y el mundo laboral es el entorno de la mentira por antonomasia en el que todos se jactan de logros no conseguidos porque todos lo hacen, y nos es imposible sobrevivir diciendo la verdad.
Esta pandemia, con tanta solidaridad ficticia (digámoslo ya) nos ha enseñado una cruel verdad: estamos solos y lo teñimos de solidaridad, de un extraño gen ciudadano que parece habitar por doquier que nos ha convertido en miembros de una sociedad que hay que proteger a consta de sacrificar nuestra propia individualidad por un bien supremo: nuestra propia supervivencia a través de la sociedad. Egoísmos compartidos (lo dijera Platón o no).
Por doquier la gente presume de solidaridad y acusa tácitamente al otro de llevar o no mascarilla y de ser insolidario. Menuda palabra en la sociedad del egoísmo en la que ya sólo nos importa que no nos contagien de un virus sobre el que no hay datos a nivel masivo porque las pruebas salen demasiado caras para tener datos fiables y, mientras, no tenemos más compañero que el medio y las “mentiras” de los datos en los medios de comunicación.
No, no digo que el coronavirus no exista ni digo que los datos no sean reales, cualquier dato puede llegar a serlo si se aplica el objeto de estudio sobre un segmento de la población adecuado para obtener la respuesta adecuada. ¿Es acaso menos mentira? No importa ya a estas alturas que la conciencia del miedo tiene que superar la conciencia individual y la creencia en el bien común en el que nadie cree sustituye a la verdad, tan simple como evidente y es que tenemos miedo a la muerte y mil profetas podremos inventar de mil promesas ficticias o reales que nunca llegaremos a comprobar.
Pedimos ahora ayuda a la ciencia basada en datos estadísticos que nos diga que no vamos a morir, en gobiernos construidos en torno a promesas incumplidas que nunca pensaron llegar a cumplir y no por ello mentían: sólo era su trabajo como el del ciudadano creer que nadie puede cumplir lo que promete. Es parte del proceso.
Es parte del proceso creer que todo volverá, que celebraremos la Navidad mientras las autoridades pasan uno a uno los controles sanitarios burocráticos pertinentes para que, en el camino, nos muramos un poco más de asco cada día, mientras creemos que, entre mentira y mentira, alguien por error pronuncie alguna verdad de soslayo, como si mentir no fuera su trabajo.
Todos mienten menos nosotros, buenos ciudadanos que cada día cumplimos las normas sin rechistar y le aclaramos al vecino cómo hacer correctamente las cosas. ¿Alguien esperar (de verdad de la buena) que alguien no mienta en una sociedad construida en torno a la mentira?
No es mentira el coronavirus, no seamos hipócritas, tampoco será mentira que los que siempre mienten están aquí “para salvar vidas” ni mentira es que los créditos de este desastre económicos se pagarán con intereses a los que “nos prestan” su desinteresada ayuda para que toda la sociedad pueda seguir funcionando. Es verdad, qué buenos son.
No es un invento el llamado “mundo real”, no: sólo es un agregado de mentiras en las que no tenemos más remedio que creer para no volvernos más locos, para no resignarnos y creer que, al final, mentimos todos.
Menos yo, claro.
En una mentira necesaria.
A veces, incluso en una «bella mentira».