48. 1838. Desde el Vientre de la Sirena

Martin Cid Martin Cid

Al principio no noté cómo ardía aquel fuego que casi amenazaba con consumirse. No fue nada planeado, simplemente lo hice. Podría decirse me llevaron mis pies, o tal vez que fue lo único que me quedaba por hacer. Me había acostado ya con el último trago, el que mejor sabe y te hace dormir, sólo superado por el primero de la mañana, ya no habrá, ya no existirá gracias a Dios. Le doy un trago a la botella, siempre reservo un poco para poder empezar, para ponerme en pie, la ley de la mar. El barco está despejado y los que hacen la guardia dormirán, como siempre. Será un placer y una liberación arrojarse al vacío. En Londres nunca pude sostener un arma ni tuve el valor de darme muerte. No fue nada planeado, simplemente lo hice como quien come un trozo de pan, qué asco mientras engullo, qué asco me doy a mí mismo consumiendo más y más y más hasta al fin poder dejar unas pocas gotas en la botella, suficiente hasta la ración de mañana. La vida en el barco es estúpida. Levantarse y navegar y nunca pasa nada. Noches silenciosas mientras el jadeo de los marineros se va apagando, uno a uno, mientras piensan en sus mujeres o en sus hijas o en el puerto que nunca conocieron, noches en las que nada se teme y en las que sólo se espera un gran naufragio que me ahorre el momento de arrojarme por cubierta. Simplemente lo hice y simplemente sigo aquí sentado, mirando lo que queda en esta botella vacía, ahora por terminar. Simplemente lo hice y me arrojé, simplemente tuve el valor, simplemente dije sí a morir y simplemente ahí estaba mi compañero dormido. Esperé unos minutos a que los tragos hicieran su efecto, simplemente para tomar fuerzas y mis piernas volvieron a tomar el vigor de antaño, ahora podría, ahora estaba preparado para arrojarme al vacío e imaginar aquellos escasos dos segundos que me separaban de la liberación, de no volver a pensar más en esta tierra ni en esta mar que nada da y todo pide. Gastamos todo el jornal en el puerto, como auténticos salvajes, me asqueo, a veces me dan náuseas al mirarme al espejo en un burdel, ¿cómo llegaste aquí? ¿Qué hay en esa botella? ¿Cuánto queda? Ella me mira y mira también la botella, acusada del mismo mal y me la arranca de la mano para darle un gran trago y casi terminarla. Me levanto y se la intento arrebatar pero no lo consigo y me caigo y rompo una mesa y ella ríe y se le escapan algunas gotas de licor entre sus dientes podridos y rotos de anís y viento. Simplemente lo hice. Unas virutas debieron saltar tras irse la prostituta, los incendios eran bastante comunes en Londres, Londres. Me puse la camisa, siempre llevo, aquella noche con ella también. Al final me escupió parte del licor y entre la bilis pude notar cómo me caía uno de sus dientes y no bebió siquiera las últimas gotas de botella. Mientras trataba de levantarme, vi cómo ponía su mano en mi bolsa y vi cómo se llevaba hasta mi último penique. No podía articular palabra ni moverme y allí me quedé hasta que me echaron, hasta que me devolvieron aquí, hasta que por fin tuve una ración para poder, simplemente, llevarme al gaznate, qué asco cómo aún rasca la garganta mientras asciendo hasta el mástil y me engulle desde dentro, tratando de escapar en un vómito frío, casi helado mientras me mira la Luna vacía, mientras me mira la mar que me vio nacer y aquella mujerzuela que casi me vio morir. No pude hacer nada con ella aquella noche y ni siquiera lo intenté y no pareció y no pareció querer mientras apuraba la botella en una silla y ella fumaba y apuraba una copa también que pronto se acabaría. Ahora miro el bauprés y la mar el lento transcurrir del tiempo, un segundo más para apurar y la sed, la sed eterna que no se calma y que me trajo a este barco. Me arrojé, finalmente, sin que nada ni nadie pudiera impedirlo. Sonreí mientras caía al vacío y miraba, otra vez, los dientes aún podridos de aquella prostituta mientras me sonreía y arrojaba las últimas gotas de licor sobre mí. ¡Qué desperdicio!

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