Daniel Hewitt. Novela por Entregas

Martin Cid Martin Cid

Nadie le culpaba por beber demasiado, incluso para estar en la mar. Dover le veía ir a la bodega a hurtadillas o incluso beber algún frasco de las pocas medicinas que allí tenía. ¿Quién te culpa? ¿Quién no está mirando el horizonte por algún pecado? Curaba ebrio y amputaba borracho, cosía las heridas mientras aún le temblaban las manos y sacaba las esquirlas de los ojos después de haberse medio un par de lingotazos de ron. Nunca sonreía,  ¿había acaso algún motivo? Era difícil coser una herida mientras aquel barco torcía de un lado para otro. No sonreía, no, evitando dejar ver l horrible dentadura de madera que tanto le avergonzaba. Hewitt lucía una pequeña barba sin perilla, muy al estilo irlandés, aunque sin un solo pelo en la coronilla: sólo algunos que caían sobre sus ojos perfilaban su extraño rostro. Recordaba aún a su padre contando historias del mar, medio borracho entonces medio borracho ahora, muerto ya entonces. Bien muerto.

Como deben hacer los hombres. Nacer, bebr, morir.

IX. Londres. 1838. Cecil Hortsworth

No dije palabra. Había aceptado a Sara como esposa. Aquel mediodía tomé un pequeño -muy pequeño- almuerzo en su casa, un también pequeño habitáculo de poco más de cincuenta metros en un barrio –digamos- poco selecto de la ciudad de Londres.

-Lo necesario es lo justo –solía repetir el judío hasta la saciedad-. Todo lo demás, pura ostentación.

Sara guardó silencio durante toda la comida mientras yo me limitaba a observarla. ¿Iba a ser aquel ser desconocido mi esposa?

A la mañana siguiente fui a recogerla… con el mismo vestido que el día anterior, Sara también guardó silencio mientras dábamos un largo paseo por la ciudad. Lástima que las cosas cambien cuando llega el matrimonio.

Y guardó silencio (porque los judíos siempre guardan lo que pueden) durante el resto de los días que fui a visitarla. Thobias H. Gingsberg apenas me miraba pero sonreía, siempre sonreía.

A la semana siguiente el viejo había aceptado mi propuesta de matrimonio.

Nos casamos a las pocas semanas.

No pude (ni quise) ver a la novia hasta el día de la boda.

¿Para qué?

Ella rompió el silencio la misma noche de bodas:

-Terminemos con esto, Hortsworth –y la miré como era por primera vez en mi vida-. Daré nietas a mi padre y tú me darás dinero. Búscate las amantes que desees, incluso puedes contármelo si te resulta intrigante… Sólo cuida de mis hijas.

Era rubia Sara, mi esposa, como la hija que nacería exactamente nueve meses después. No recuerdo haberla vuelto a tocar hasta diez meses después.

-¿Y cómo estás tan segura de que serán mujeres? –pregunté.

Y tenía los labios perfilados y los dientes blancos.

-¿Qué si no? –me preguntó sonriente.

Y la piel más fina que contemplé en mi vida.

La vi reír por primera vez… suave y fresca. Sara no era una mala mujer, ¿qué se podía esperar de una joven que había perdido a su madre y se había criado con un judío? Tenía el cabello largo y rubio muy rizado. He tenido dos hijas con ella y jamás he conseguido ver de ella más que su rostro y sus manos.

No creo que todos los hombres de aquella ciudad pudieran decir lo mismo.

-¿Sabes “querido”? –cuando me llamaba “querido” no podía dejar Sara de utilizar cierto énfasis irónico-. ¿Te parezco guapa, “querido”? Ya sé que no te casaste conmigo por eso. Un hombre necesita una esposa y una mujer un marido…así funcionan las cosas. Tengo veintitrés años ya, ¿te has preguntado por qué no me han buscado un marido mejor? Mírate, eres un simple contable y mi padre un viejo adinerado. Cierto que es judío y que tenemos mala fama y que, incluso, somos malas personas pero al fin y al cabo el viejo es rico y tú nunca dejarás de ser un simple contable para una firma ruinosa.

La miré pesadamente y me pareció que guardaba incluso algún atractivo sólo por un segundo, aunque no por ello dejaba de tener razón.

-Serán dos pequeñas y yo me quedaré con una, la peor de las dos hermanas –casi escupía las palabras-.  Cuida de la otra, Hortsworth, lo necesitará.

Como en todo buen matrimonio, callaba el marido.

 

Nuestra primera hija se llamó Sara como su madre… he preferido olvidar el nombre de la segunda.

-¿Cómo quieres que se llame? –me preguntó Sara.

-¿Qué te parece Sara como su madre?

-Será tu hija –respondió mirándome fijamente a los ojos-, así que la puedes llamar como quieras.

Siempre supe que no era hija mía, aunque fuese yo el único que lo supo en toda la ciudad de Londres. ¿Me importaba? Miraba a lo lejos el Támesis que llevaba al mar y por las noches soñaba con leyendas de marinos y surcar los siete mares y escapar de todo aquel destino en el que yo mismo me había encerrado.

-Serán dos y sólo yo conozco mi destino –continuaba mi rubia pitonisa-. El día que apareciste al lado a mi padre supe que serías mi esposo. No me eres desagradable, Hortsworth, y no te guardo rencor. Sé que serán sólo las circunstancias las que te impulsen a hacer lo que ya estás pensando.

Cuando pronunciaba una de sus adivinaciones Sara guiñaba el ojo.

Fue el único gesto amable que hizo el tiempo que permanecí junto a ella.

-Y sí, Hortswoth, morirá –sentenció Sara.

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