Alejo Alacid, escritor, estaba tumbado en la cama, no fumaba. Sobre la mesilla, una vieja radio.
Siempre se había imaginado la situación, ficticia, que había tomado cuerpo poco a poco. Escuchaba el trino de los pájaros y miraba la pared, gastada.
Cuando había llegado a la casa, le había molestado ser despertado por el canto, ahora agradable, de las aves. Nunca supo de qué clase de animal se trataba, había golondrinas y algunas otras sin verificar.
Se recostó y, con dificultad, tocó la campanilla. El dormitorio era pequeño. Una bandeja exhibía la comida, aún sin tocar. En otros tiempos no hubiesen bastado dos bandejas repletas, con un buen chuletón de buey, a la parrilla (por supuesto).
Llegó. Ella. Al menos, Alejo Alacid no conservaba el olfato. Se trataba de una señora entrada en años, fue lo único que pudo conseguir por poco dinero. Carecía de credenciales, de experiencia. No necesitaba a nadie para morir.
La enfermedad había comenzado hacía dos años. Pasó poco tiempo antes de los primeros síntomas dieran aparición. Estaba asustado, luego comenzó el período de victimismo (a los dos años, de nacer, dicen).
La enfermera, Lara, tomó el vaso y lo acercó al enfermo. Los labios cortados y los restos de orina por la cama le producían repulsión. No quiso acercarse.
Alejo Alacid no podía hablar. Nunca tuvo nada que decir, pero resultaba, cuanto menos, frustrante no poder discutir con nadie. Cuando alguien es privado del habla tiene la, curiosa, sensación de continuo pesar. Los que le circundan piensan, cansinos, que tienen razón, por el simple hecho de no poder ser contradichos. Los mudos no eran mala compañía. Alejo Alacid lo era.
Se había imaginado tantas veces aquella situación. No distaba demasiado de su propia ilusión. Bebió un pequeño sorbo. Notaba cómo sus entrañas se carcomían (nunca habían estado del todo sanas) y se inflamaban por dentro. El dolor era intenso, como un fuego que no se extingue, que emana desde el interior. Una pira que no permite gritar, gritar.
La vieja enfermera encendió la radio, abrió la ventana. El olor era insoportable, mezcla de éter y excrementos sin limpiar, enfermedad y desidia.
Cáncer de pulmón. No entendía el porqué. Siempre había fumado, cierto, pero tan solo pipa. Cierto, cierto. Cierto que fumaba treinta pipas diarias (cierto que lo era, tan cierto como que el sol brilla). Pero también, cierto era, que vivía en un lugar apartado, lejos de la polución, del gentío y del ruido.
El dolor era, a veces, insoportable (aún continuaba mintiendo). Siempre había imaginado una muerte plácida, como hacen aquellos que prevén la llegada de la enfermedad. Pero aquella Lara, antigua dentista, según decía (cuando escuchaba), le administraba dosis de algún opiáceo. Apenas producía efectos. A veces, conseguía dormir, cuando no quería.
Solía Alejo Alacid escribir en un papel, hojas de un cuaderno de anillas, cuadriculado, las instrucciones a la enfermera. Lara no hacía caso, arguyendo no comprender la grafía. Deshilvanada, poco elegante, torpe, todo cierto, como cierto era que, Alejo Alacid (con mala puntuación) iba a morir.
El menú, escaso, consistía en una sopa. Al comienzo, cuando la enfermedad no estaba, aún, tan avanzada, Lara solía dar la sopa a cucharadas. Siempre había pensado que había una dosis de complicidad entre ellos dos. Esperaba, como todas las enfermeras, un toque de esperanza económica. Las ilusiones se fueron poco a poco. Al comienzo, Alejo Alacid aún conservaba el habla, las llagas de su boca no eran aún tan pronunciadas, tan solo un leve dolor al tragar (aliviado siempre por el tabaco, cierto).
Apenas podía fumar, no quería dormir, Alejo Alacid, a punto de morir. Sobre la mesilla, al lado de la radio, estaban los libros que le habían quedado por leer. Una vieja radio. Escribió en su cuartilla: “Encienda la radio”. Lara leyó. Así, al menos, la dejaría tranquila durante varias horas. La bruja (Lara) accedió.
Un concierto de Bach, no podía imaginar peor forma de morir.
Lara le miró. Aquella vieja bruja, gorda, ladrona, borracha y mezquina…, no reservaba elogios para el enfermo. A veces, al principio, se sentaba y le gustaba hablar con Alejo (Alacid). Al principio escuchaba, luego dejó de interesarle. Narraba sus aventuras amorosas y su vida pasada, hasta que fue expulsada de la consulta. Le habían retirado la licencia, según ella, por una falta leve. Ni siquiera fue culpa suya, ya que la encargada de limpiar el instrumental era la enfermera, no Lara (dentista suplente). Apenas veintiocho años y su carrera, prometedora, había terminado.
Su presencia era repulsiva, atávica. Mientras le ceñía las sábanas, dejaba escapar los surcos de su escote. Aquellos pechos caídos, podridos, promesas del pasado. La recordaba, hace años. Cerró los ojos y la imaginó, con aquellas gafas de estudiante aplicada, la mirada pícara, el aire despistado y erótico de la mojigata. Ella lo notaba. Sonreía. Al comienzo, incluso, se tumbaba con él, junto a él, en la cama, eran tiempos de ausencia de orina, felices incluso, casi sin dolor, frente al fuego.
Lástima, no llegaba a ajustar el lado izquierdo de la sábana. Ella se tumbó, dejó que sus pechos rozasen el rostro del enfermo. Le gustaba, notaba la entrepierna de éste, aún con fuerza. El momento fue eterno, ella sonrió, de nuevo, cálida.
La vieja zorra se levantó. Alejo Alacid trató de alargar la mano, tocarla, no llegó a tiempo. Ella le guiñó un ojo. Era su regalo a un viejo enfermo, treinta y cinco años, pelo cano, con cáncer de pulmón.
Golpeó la pared, él, Alejo Alacid, para llamar su atención. Ella, Lara, le miró. Lo habría hecho, sí, aquella vieja coneja gorda y brutal. De nuevo, media sonrisa, miró la entrepierna, erecta y prometedora. Garabateó unas frases, ella pícara, dispuesta, al menos no habría que lavar las sábanas después. Le entregó la nota: “Necesito tabaco”.
Tomó la pipa y fumó.