I
España, zona norte. 3 de agosto de 1838. 42° 22′ 34.68» N, 8° 51′ 38.94» O. La inscripción
En un cielo calmado, la tragedia tomó su extraña forma.
No navegábamos solos.
¿Cómo era posible que ni uno solo de los marineros de guardia hubiese visto nada?
Aquella mañana de agosto, a apenas unas yardas del camarote del capitán, en la popa del Saint George, un extraño lema figuró grabado a cuchillo sobre la madera:
Aquel que beba la carne del cordero
Tomará mi sangre
Se convertirá en Rey
Y la Reina elegirá a doce
Y juntos todos surcarán los siete mares.
El capitán James H. Dover no era un buen hombre, ni siquiera un buen marino y, desde luego, nunca fue un buen esposo. Prefería encerrarse en su camarote a beber a solas que estar atento a lo que sucediera en cubierta. En su camarote, con su bebida, siempre solo o acompañado a veces, bebía y fumaba y bebía. Es lo que tiene haber estado casado.
James H. Dover jamás entraba en contacto directo con la tripulación si podía evitarlo, dejando ese cometido a su segundo oficial, llamado Pierre Thomas, un chico un poco melindroso para los gustos del capitán, que hubiese preferido a alguien sin duda más enérgico para tal tarea. ¿Sería capaz un muchacho de unos veinticinco años de contener a los marineros?
Dover golpeó la espalda de Thomas y le espetó a cumplir su tarea. ¿Quién habría escrito aquello? Los marineros, reunidos en cubierta, se miraban unos a otros sin encontrar respuesta. Dover respiró un momento antes de continuar fumando su larga pipa inglesa y no tardó en retirarse de nuevo a su camarote. A beber, desde luego.
No mandó borrar la inscripción que nos acompañaría durante el resto de nuestro viaje sin rumbo.
Éramos cuarenta o cincuenta marineros y sólo unos pocos oficiales. Nada tiene que ver un oficial de marina con el del barco comercial: lustre y elegancia en los primeros, miedo y vergüenza en los otros.
-¡¿Qué estáis mirando?! –gritó el joven Thomas, segundo de abordo, fingiendo energía, fingiendo dureza, aparentando su verdadera edad. Los demás sonreían sin apenas tapujos.
-Él tendría que estar más preocupado que nadie –me susurró alguien cercano.
-¿Habéis notado cómo se finge francés? –dijo otro susurro.
-¡Fuera de aquí! –volvió a gritar Thomas para un segundo más tarde él mismo salir corriendo.
Y es que Thomas también era un cobarde como el capitán.
Y todos en el Saint George lo sabían.
Bordeábamos Finisterre para detenernos en Lisboa, importante centro de comercio y uno de los mejores lugares para que un marinero pudiese prepararse para el largo viaje. El barco atracó en puerto y nos dieron dos días libres. La famosa Torre de Belén nos contemplaba a través de sus conatos islámicos. Presidían diez excelsos cañones el baluarte guardado por algunos soldados.
-Bajo los cinco pisos, los prisioneros sufren tortura y hambre en la Torre de Belén -aseguró no sin cierta atrevida ignorancia Josh, carpintero y “hombre para todo”.
-No me gustan los portugueses.
-Son tristes.
Nada sabíamos de nuestra misión pero la paga era excelente. Se podría ganar hasta el doble que una embarcación normal y hasta el triple que en un barco de pesca. Sólo había una extraña y a la vez habitual condición: no entrar jamás en las bodegas.
Un tal Francis Cook era el dueño de la nave. Se había embarcado en la travesía para vigilar personalmente sus negocios. Los judíos, siempre judíos.
-Un hombre horrendo, sin duda –decían ya antes de embarcar.
-Una verdadera rata Cook… mírale como tuerce la mirada y se esconde tras los anteojos gastados –comentaban algunos.
-Nada bueno puede ocurrir cuando no manda el capitán.
-Ya nadie confía en él.
Y los marineros se observaban ya con recelo, ya con envidia.
¿Quién beberá la carne, marinero?
Recuerdo un barco distinto tras pasar aquellos dos días en tierra. El lustre que un día lució en Bristol, puerto del que partíamos, había desaparecido en la siempre triste Lisboa.
-Parece que el barco se haya vuelto portugués –dijo Romeo, cocinero del barco, una especie de turco-judío o judío-turco que aunaba lo peor de cada mundo. Todos le miraron extrañado, eran las primeras palabras que pronunciaba aquel turco al que todos odiaban pero al que todos respetaban por miedo a que envenenase la comida.
El Saint George fue en su día una goleta americana atrapada por los ingleses, rebautizándola con su nombre actual. Sin embargo, aquel navío aún poseía la grandeza en sus cuatro palos, enorme para una goleta, la leyenda de su glorioso pasado y el triste brillo de las mil cargas y piraterías que su casco vivió.
-Mirad a Cook el bastardo –susurros y más susurros sin nombre-. Siempre sonríe al escuchar su nombre. Cook, Cook… ¡vieja rata vieja y vanidosa con tu viejo barco viejo!
Todos conocíamos aquella historia, ridícula como todas las historias de tierra.
-El dragón tenía aterrorizado al pueblo y, cuando se quedaron sin comida para darle…
-Decidieron entregarle a la princesa –completó un segundo desde el fondo.
-Y fue cuando San Jorge mató al dragón por defender a la dama, marinero –terminó el primero.
-Y de la sangre del dragón surgió una rosa…
-Que el caballero entregó a la princesa.
-Me dan ganas de orinar –dijeron desde el fondo.
Mientras levamos anclas, algunos de nosotros mirábamos a puerto con una extraña nostalgia, casi conscientes de lo que estaba a punto de suceder.
-Las sirenas guardan del reposo, pierde cuidado. ¿Es tu primera vez?
Extraña sabiduría la del mar.
Más allá nos esperaban las costas de África hasta tomar las corrientes que nos llevasen hasta las islas del Nuevo Mundo atravesando el Atlántico.
No hay marcha atrás.
Es ahora el cielo más azul que el mar.
El Saint George nada ya con alas de fuego.
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