Seamos sinceros: el cine actual suele gritarnos. Entre explosiones de superhéroes, multiversos colapsando y algoritmos que deciden que si te gustó una comedia romántica de los 90 seguro quieres ver otra igual pero peor, hemos perdido algo por el camino. Hemos perdido la calma.
Y justo ahí, en medio de ese ruido digital, aparece Sueños de trenes.
No es una película que te vaya a pedir que compres muñecos ni que te aprendas la historia de tres precuelas. Es una rareza. Una película que llega a Netflix casi pidiendo permiso, con la paciencia de los árboles gigantes que salen en ella. Protagonizada por Joel Edgerton y dirigida por Clint Bentley, esta adaptación de la novela de Denis Johnson es, básicamente, un acto de rebeldía: la rebeldía de ir despacio en un mundo que no sabe frenar.
El hombre que solo estaba allí
La historia sigue a Robert Grainier (Edgerton), un tipo normal. Y cuando digo «normal», me refiero a la definición de 1900, no a la de un influencer de hoy. Grainier es un trabajador ferroviario y leñador en el noroeste americano. Un hombre que se gana la vida con las manos, que huele a serrín y sudor frío, y cuya vida no sigue el típico arco de «héroe salva el mundo».
Su superpoder es aguantar.
Edgerton lo explica mejor que nadie. Según él, vamos al cine para ver versiones de nosotros mismos controlando el universo, siendo héroes. Pero la realidad se parece más a Grainier: absorbemos los golpes del mundo, no controlamos el universo, simplemente intentamos mantenernos en pie. Grainier es un testigo. Ve cómo llega el tren, cómo cambia el siglo, cómo el fuego se lleva lo que ama, y sigue adelante. Es una «épica de la intimidad».
Un rodaje «castigador» (y analógico)
Si la película se siente real es porque, bueno, lo es. Clint Bentley y su equipo no quisieron usar pantallas verdes. Se fueron al estado de Washington, se metieron en bosques reales y rodaron en condiciones que el propio director describió como «castigadoras».
¿La iluminación? El sol. Y cuando el sol se iba, fuego. Nada de camiones con focos gigantes. El director de fotografía, el brasileño Adolpho Veloso, usó una filosofía muy clara: la mayoría de las veces, nada supera a una localización real con luz natural; no estorbar es lo más sabio que puedes hacer.
Para los más techies: rodaron en un formato de imagen extraño, 3:20. Es casi cuadrado. La idea era imitar las fotos antiguas de la década de 1920 y dejar mucho espacio arriba («headroom») para que los árboles y el cielo se vieran inmensos comparados con los humanos. Te hace sentir pequeño, que es exactamente como se siente el protagonista.
Las voces del bosque
Aunque Edgerton lleva el peso de la película casi sin hablar, la gente que le rodea es la que da color a este mundo gris.
William H. Macy aparece como Arn Peeples, un leñador veterano que funciona como la conciencia ecológica de la película antes de que existiera el concepto de ecología. Tiene una de las mejores frases del guion: «Cortas estos árboles magníficos que estaban aquí cuando Jesús vagaba por la tierra, y te duele el alma».
Kerry Condon (a quien quizás recuerdes de Almas en pena de Inisherin) interpreta a Claire Thompson. Su personaje resume la melancolía de la historia con una frase devastadora sobre el duelo: «Simplemente esperando ver para qué nos han dejado aquí».
Felicity Jones es Gladys, la esposa de Grainier. Su papel es vital porque representa todo lo que Grainier pierde. Sin ella, la soledad de él no tendría peso. Es el fantasma cálido que recorre la película.
¿Niña lobo? Sí, has leído bien
Aquí es donde la cosa se pone interesante y se aleja del típico drama histórico. La película, fiel al libro de Denis Johnson, coquetea con lo extraño, con ese «realismo mágico» de la frontera.
Hay una leyenda en la historia sobre una «niña lobo». Grainier, roto por el dolor, llega a creer que una criatura salvaje que ve en el bosque es su hija perdida. No esperes efectos especiales de Marvel aquí. Es algo más psicológico, más crudo. Es el punto donde el dolor te hace ver cosas que quizás no están ahí… o quizás sí. Como dice el propio libro: es un misterio que no necesita resolverse para sentirse real.
Música para el fin del mundo
La banda sonora corre a cargo de Bryce Dessner (sí, el de The National). Si conoces su trabajo, ya sabes qué esperar: música que no te manipula para que llores, sino que se te mete debajo de la piel. Y como broche final, una canción con la voz de Nick Cave. Porque si vas a hacer una película sobre la soledad, la muerte y el bosque, tienes que llamar a Nick Cave. Es la ley.
Por qué deberías verla (sin spoilers)
Sueños de trenes habla de un mundo que desaparece. Habla de cómo construimos el futuro (trenes, puentes, industria) destruyendo lo sagrado (los bosques, el silencio). Es una película sobre la era del Antropoceno antes de que le pusiéramos nombre.
Pero sobre todo, es una experiencia humana. Es ver a un hombre cortar madera, construir una cabaña, perderlo todo y seguir respirando. En un mundo donde todo va a mil por hora, sentarse a ver a Joel Edgerton simplemente existir en un bosque de Idaho durante casi dos horas puede ser la mejor terapia que no sabías que necesitabas.
Como diría el personaje de Macy: «El mundo necesita al ermitaño en el bosque tanto como al predicador en el púlpito». Quizás nosotros, desde el sofá, necesitamos un poco de ese ermitaño.
Se estrena en Netflix el 21 de noviembre.
Ficha rápida para quedar bien en la cena:
- Título: Sueños de trenes (Basada en la novela de culto de Denis Johnson).
- El prota: Joel Edgerton. Hace de hombre común. Nada de héroes, solo supervivencia.
- El formato: 3:20 (Casi cuadrado). Para que los árboles parezcan gigantes y tú te sientas minúsculo.
- La luz: 100% Natural / Fuego. Rodaron como en El Renacido. Si se hacía de noche, encendían velas.
- La música: Bryce Dessner & Nick Cave. Melancolía garantizada.

