En el gran pantheon del cine moderno, pocas figuras ocupan un espacio tan singular y cuidadosamente labrado como Guillermo del Toro. Es cineasta, autor, artista, pero, por encima de todo, es un alquimista. Durante más de tres décadas, ha practicado una forma única de alquimia cinematográfica, tomando lo que algunos podrían llamar «materia vil» —monstruos, fantasmas, insectos y los aderezos del terror— y transmutándola en oro narrativo. Su obra es un testamento de una creencia profunda e inquebrantable: que los monstruos son los «santos patronos de la imperfección» y que dentro de lo grotesco yace una belleza única y poética.
Su carrera no es una simple progresión del terror de bajo presupuesto al prestigio de Hollywood, sino un proyecto constante y de por vida para construir un gabinete de curiosidades cinematográfico. Cada película es un nuevo cajón en este gabinete, que revela un mundo meticulosamente diseñado donde los cuentos de hadas chocan con la brutal maquinaria de la historia, y donde los personajes más humanos a menudo tienen cuernos, branquias o corazones de relojería. Esta visión inquebrantable lo ha llevado a las cimas más altas de la industria, otorgándole los Premios de la Academia a Mejor Director y Mejor Película por un filme sobre el amor de una mujer muda por un dios del río, y otro a Mejor Película de Animación por una fábula en stop-motion sobre un niño de madera en la Italia fascista. La trayectoria de Guillermo del Toro es la historia de un director que no cambió su visión para obtener la aprobación de Hollywood, sino que, a través de pura maestría y convicción, hizo que Hollywood finalmente apreciara la profunda y monstruosa visión que siempre había mantenido.
Una infancia forjada en sombra y fe
La materia prima de toda la visión artística de Del Toro se extrajo de las calles y los hogares de su Guadalajara natal, en México, donde nació el 9 de octubre de 1964. Su juventud fue un crisol de influencias profundas y a menudo contradictorias. Se crio en un hogar estricto y devotamente católico, presidido por su abuela, una mujer cuya fe era tanto una fuente de rica iconografía como de un terror muy arraigado. Ella veía su creciente fascinación por la fantasía y el terror no como una chispa creativa, sino como una enfermedad espiritual. Desaprobando sus dibujos de monstruos y demonios, sometió al joven a dos exorcismos, arrojándole agua bendita en un intento de purificar su alma. Como una forma adicional de penitencia, le colocaba chapas de metal en los zapatos para que le ensangrentaran los pies, una cruda manifestación física de la culpa religiosa.
Este catolicismo morboso se reflejaba en la realidad sin filtros de la propia ciudad. Del Toro ha hablado de su exposición temprana y repetida a la muerte, guardando vívidos recuerdos de ver cadáveres reales en morgues, en catacumbas de iglesias y en la calle tras accidentes o actos de violencia. Este entorno, donde lo sagrado y lo profano estaban en un diálogo constante y visceral, moldeó una mente que no veía una frontera clara entre lo real y lo fantástico. Para escapar, se refugió en un mundo de fantasía, encontrando consuelo no en los santos, sino en los monstruos.
Sus impulsos creativos encontraron una salida cuando, alrededor de los ocho años, comenzó a experimentar con la cámara Super 8 de su padre. Sus primeras películas, protagonizadas por juguetes de El planeta de los simios y otros objetos domésticos, ya estaban impregnadas de una sensibilidad oscura y cómica. Un cortometraje notable presentaba una «patata asesina en serie» con ambiciones de dominación mundial, que asesinaba a su familia antes de ser aplastada sin contemplaciones por un coche. Este trabajo temprano revela una mente que ya jugaba con los tropos del terror, encontrando un poder extraño y maravilloso en lo macabro. El conflicto central de la obra posterior de Del Toro —el choque entre instituciones rígidas y crueles y el «monstruo» conmovedor e incomprendido— fue una externalización directa de esta infancia. No se limitó a rechazar la fe de su abuela; se apropió de su parafernalia gótica, transfiriendo su sentido de asombro y terror a una nueva mitología personal de su propia creación.
El aprendizaje del artesano: De Necropia a Cronos
El viaje de Del Toro de aficionado juvenil a cineasta profesional se construyó sobre una base de artesanía práctica y manual. Se matriculó en el programa de estudios cinematográficos de la Universidad de Guadalajara, donde incluso publicó su primer libro, una biografía de Alfred Hitchcock. Sin embargo, su educación más crucial no provino de un aula, sino de un taller. Buscó y estudió efectos especiales y maquillaje con el legendario Dick Smith, el artista detrás de los innovadores efectos de El Exorcista. Esta tutoría fue transformadora. Durante la siguiente década, Del Toro se dedicó al oficio, trabajando como diseñador de maquillaje de efectos especiales y finalmente fundando su propia compañía en Guadalajara, Necropia. Durante este período, perfeccionó sus habilidades en programas de televisión mexicanos como Hora Marcada, donde trabajó junto a futuros colaboradores como Alfonso Cuarón y Emmanuel Lubezki, y cofundó el Festival Internacional de Cine de Guadalajara.
Este profundo conocimiento táctil de cómo la magia del cine se esculpe, moldea y cobra vida físicamente se convertiría en la base de su estilo como director, inculcando una preferencia de por vida por los efectos prácticos que otorgan a sus creaciones fantásticas un peso tangible y visceral. Este intenso aprendizaje culminó en su debut cinematográfico de 1993, Cronos. La película, financiada con un presupuesto de alrededor de 2 millones de dólares que Del Toro cubrió parcialmente él mismo, fue la máxima expresión de su trayectoria como artesano. Fue una película financiada y construida sobre su experiencia en efectos prácticos. Cronos cuenta la historia de un anticuario anciano que descubre un dispositivo de 400 años con forma de insecto que concede la vida eterna a costa de una sed vampírica de sangre. La película fue una declaración de intenciones en toda regla, presentando al mundo los motivos característicos de Del Toro: intrincados mecanismos de relojería, imaginería insectil, un monstruo trágico y compasivo, y un profundo pozo de simbolismo católico. También marcó su primera colaboración con el actor Ron Perlman, quien interpretó a un bruto estadounidense que buscaba el dispositivo.
Cronos fue una sensación en México, arrasando en los Premios Ariel con nueve galardones, incluyendo Mejor Película y Mejor Director. Luego ganó el prestigioso premio de la Semana Internacional de la Crítica en el Festival de Cannes, anunciando la llegada de una voz sorprendentemente original al cine mundial. En Estados Unidos, sin embargo, su estreno fue limitado y recaudó apenas 621.392 dólares. La película fue un éxito de crítica pero una anécdota comercial, un patrón que definiría la siguiente etapa de su carrera a medida que se aventuraba en el corazón del sistema de Hollywood.
Prueba de fuego: La odisea de Mimic en Hollywood
Tras el reconocimiento internacional de Cronos, Del Toro hizo su primera incursión en el sistema de estudios estadounidense con la película de terror y ciencia ficción de 1997 Mimic, producida por el sello de género de Miramax, Dimension Films. La experiencia resultaría ser una traumática prueba de fuego. Chocó constantemente con los productores Bob y Harvey Weinstein, quienes, según él, interfirieron en todos los aspectos del proyecto. El estudio cuestionaba sus decisiones sobre la trama, el reparto y el tono, exigiendo una película más convencional y «terrorífica» que la atmosférica película de criaturas que Del Toro imaginaba. El concepto original, que involucraba insectos blancos y fantasmales, se cambió a cucarachas mutantes gigantes, una medida que Del Toro temía que convirtiera su película en «la película de las cucarachas gigantes».
Las batallas creativas se volvieron tan intensas que, según se informa, Harvey Weinstein irrumpió en el set de Toronto para indicarle a Del Toro cómo dirigir y más tarde intentó que lo despidieran, un esfuerzo que solo fue frustrado por la intervención de la actriz principal, Mira Sorvino. Desde entonces, Del Toro ha calificado la realización de Mimic como una de las peores experiencias de su vida, una «experiencia horrible, horrible, horrible» que ha comparado desfavorablemente con el secuestro de su propio padre. Finalmente, repudió el montaje estrenado en cines, aunque más tarde pudo lanzar un montaje del director en 2011 que restauró algunas de sus intenciones originales. La terrible experiencia casi lo alejó por completo del cine estadounidense.
Sin embargo, el trauma profesional de Mimic tuvo un impacto profundo y duradero en su oficio. En respuesta a que su trabajo fuera reeditado y controlado por el estudio, Del Toro desarrolló conscientemente un estilo de dirección específico como forma de autoconservación creativa. Comenzó a rodar de una manera que desafiaba la reedición fácil, empleando movimientos de cámara fluidos, complejos y a menudo largos que se entrelazan a través del set. Este estilo de «cámara flotante», ahora celebrado como un sello distintivo de su arte, nació como una táctica de supervivencia calculada. Era una forma de hacer de la cámara un personaje narrativo por derecho propio, incrustando la lógica narrativa tan profundamente en el lenguaje visual de una toma que no podía ser fácilmente desmantelada en la sala de montaje. El dolor de Mimic forjó las mismas herramientas que usaría para construir sus futuras obras maestras.
Regreso a las raíces: El gótico español de El espinazo del diablo
Recuperándose de su calvario en Hollywood, Del Toro emprendió un retiro estratégico y espiritualmente necesario. Regresó a sus raíces, formando su propia productora, The Tequila Gang, y embarcándose en una coproducción en español entre España y México. El resultado fue El espinazo del diablo (2001), una historia de fantasmas gótica profundamente personal que sirvió tanto de rejuvenecimiento creativo como de modelo temático para su obra más célebre.
La película fue producida por el legendario director español Pedro Almodóvar y su hermano, Agustín, a través de su compañía El Deseo. Esta asociación resultó ser el antídoto perfecto contra el veneno de Mimic. A Del Toro se le concedió total libertad creativa, un concepto tan absoluto que cuando pidió el montaje final, Pedro Almodóvar se sintió genuinamente confundido y respondió: «Pero, por supuesto, ¡la decisión es tuya!». Este entorno protegido le permitió a Del Toro redescubrir su voz y sanar las heridas de su película anterior. Resucitó un guion que había escrito incluso antes de Cronos, una historia ambientada en 1939, durante el último año de la Guerra Civil Española. La trama sigue a un niño, Carlos, que es enviado a un orfanato encantado dirigido por leales a la República. Allí, se enfrenta no solo al fantasma de un niño asesinado, sino también a los males muy humanos de la codicia y la violencia encarnados por el conserje, Jacinto. La película mezcla magistralmente el terror sobrenatural con la tragedia histórica, estableciendo la Guerra Civil Española como lo que Del Toro más tarde llamaría un «motor de fantasmas», un trauma histórico tan profundo que sus espectros continúan acechando el presente.
El espinazo del diablo fue aclamada por la crítica como una obra maestra de atmósfera y metáfora. Más importante aún para Del Toro, fue la confirmación de que su visión sin concesiones podía dar como resultado un cine poderoso y resonante. Ha descrito la película como la «película hermana» de El laberinto del fauno, una contraparte más masculina a la energía femenina de su obra posterior. La realización creativa y el éxito de crítica de El espinazo del diablo fue la sesión de terapia artística esencial que no solo restauró su confianza, sino que también sentó las bases temáticas e históricas para la obra magna que estaba por venir.
Conquistando el mainstream: Blade II y la saga de Hellboy
Fortalecido por el triunfo creativo de El espinazo del diablo, Del Toro regresó a Hollywood, pero esta vez en sus propios términos. Tomó las riendas de la secuela de superhéroes y vampiros Blade II (2002), un proyecto que le permitió fusionar su estética gótica y monstruosa con la acción de superproducción de alto octanaje. Cansado del tropo de los «atormentados héroes victorianos» románticos, estaba decidido a hacer que los vampiros volvieran a dar miedo. La película fue un éxito rotundo, recaudando 155 millones de dólares y demostrando que su sensibilidad única podía prosperar dentro de una franquicia de gran consumo. Aportó su característico amor por los efectos prácticos, el intrincado diseño de criaturas —como los aterradores «Reapers» con sus mandíbulas divididas— y la iluminación atmosférica y sombría al mundo de las películas de cómics, creando lo que muchos fans consideran el punto álgido de la trilogía.
Este éxito le proporcionó la influencia en la industria para perseguir un proyecto que había anhelado durante años: una adaptación del cómic de Mike Mignola Hellboy. El camino para llevar al demonio de piel roja y lengua afilada a la pantalla fue arduo, definido por la lealtad inquebrantable y la integridad artística de Del Toro. Durante siete años, luchó contra los estudios que dudaban del proyecto y, lo que es más importante, de su elección para el papel principal. Del Toro fue inflexible en que solo un actor podía encarnar el alma del personaje: su amigo y colaborador frecuente, Ron Perlman. Se negó a hacer la película con nadie más, dispuesto a sacrificar todo el proyecto antes que ceder en lo que sentía que era su corazón.
Su persistencia dio sus frutos. Hellboy se estrenó en 2004, seguida por la secuela aún más fantástica, Hellboy II: El ejército dorado, en 2008. Las películas son un vibrante escaparate de las pasiones de Del Toro. Están llenas de impresionantes efectos prácticos y diseños de criaturas, muchos de los cuales surgieron directamente de sus cuadernos personales. Abordó estas películas de franquicia no como un director por encargo, sino con la misma pasión de autor que aportó a su trabajo independiente. Equilibró la acción explosiva con un patetismo genuino y un humor basado en los personajes, humanizando a su héroe monstruoso y a su familia encontrada de «bichos raros». Al hacerlo, Del Toro difuminó efectivamente la línea entre el cine de autor y el multicine, demostrando que para él, una historia sobre un monstruo compasivo era un esfuerzo valioso, sin importar el presupuesto.
La obra maestra: Dentro de El laberinto del fauno
En 2006, Guillermo del Toro estrenó la película que llegaría a definir su carrera y a cimentar su estatus como uno de los visionarios cinematográficos más importantes del mundo: El laberinto del fauno. Una coproducción internacional entre España y México, fue un proyecto tan personal que Del Toro invirtió su propio salario para asegurar su finalización. La película es la síntesis definitiva de cada tema, influencia y obsesión que había moldeado su vida y su obra hasta ese momento.
La historia, que se originó a partir de veinte años de ideas, dibujos y fragmentos de trama recopilados en sus cuadernos meticulosamente guardados, está ambientada en 1944, cinco años después de la Guerra Civil Española. Sigue a una joven llamada Ofelia que viaja con su madre embarazada a un puesto militar rural comandado por su sádico padrastro, el capitán falangista Vidal. Escapando de la brutal realidad de su nueva vida, Ofelia descubre un antiguo laberinto y a un misterioso fauno, quien le dice que es una princesa perdida del inframundo. Para reclamar su reino, debe completar tres peligrosas tareas.
El laberinto del fauno es una mezcla magistral y desgarradora de un oscuro cuento de hadas al estilo de los hermanos Grimm con la brutalidad inquebrantable de la España franquista de la posguerra. El mundo de fantasía no es un simple escape de la realidad, sino una lente metafórica a través de la cual Ofelia procesa y confronta sus horrores. Los temas de la elección y la desobediencia son centrales; Ofelia es puesta a prueba constantemente, forzada a elegir entre la obediencia ciega a figuras autoritarias como Vidal y el Fauno, y su propia brújula moral innata. La creación más aterradora de la película, el Hombre Pálido, un devorador de niños, es una alegoría directa de los males institucionales del fascismo y de la Iglesia Católica cómplice.
La película se estrenó en el Festival de Cannes de 2006, donde fue recibida con una entusiasta ovación de 22 minutos, una de las más largas en la historia del festival. Se convirtió en un fenómeno mundial, recaudando más de 83 millones de dólares con un modesto presupuesto de 19 millones y obteniendo un amplio reconocimiento de la crítica. Recibió seis nominaciones a los Premios de la Academia, incluyendo Mejor Guion Original para Del Toro, y ganó tres Óscar por Fotografía, Dirección de Arte y Maquillaje. La película fue la destilación perfecta de toda su identidad artística, la obra hacia la que toda su carrera había estado construyendo, y le otorgó un inmenso capital creativo para todos sus futuros proyectos.
El autor como productor y colaborador
Tras el monumental éxito de El laberinto del fauno, la influencia de Del Toro se expandió mucho más allá de su propio trabajo como director. Consolidó su papel como una fuerza generadora central en la narrativa fantástica moderna, utilizando su nueva influencia para apadrinar a otros cineastas y expandir su universo creativo a través de múltiples plataformas. Su trabajo como productor no es una actividad secundaria, sino una extensión directa de su impulso de construcción de mundos. Incapaz de dirigir personalmente todas las historias que capturan su imaginación —como su famoso proyecto personal nunca realizado, una adaptación de En las montañas de la locura de H.P. Lovecraft—, utiliza su influencia para dar vida a mundos temáticamente afines.
Actuó como productor y mentor en aclamadas películas de terror en español como El orfanato de J.A. Bayona y Mamá de Andy Muschietti, fomentando nuevos talentos dentro del género que ama. También se convirtió en una fuerza creativa clave en la animación, sirviendo como productor ejecutivo en películas de DreamWorks Animation como El Gato con Botas, El origen de los guardianes y las secuelas de Kung Fu Panda. Su alcance se extendió también a franquicias de gran éxito y a la televisión. Después de estar vinculado para dirigir la adaptación cinematográfica de El Hobbit, finalmente se retiró de la silla de director, pero permaneció como coguionista acreditado en las tres películas de la trilogía de Peter Jackson, dando forma a la narrativa de la Tierra Media. Se aventuró en la televisión como cocreador y productor ejecutivo de la serie de FX The Strain, basada en la trilogía de novelas de vampiros que coescribió con Chuck Hogan. Para Netflix, creó la extensa y querida franquicia animada Relatos de Arcadia, que abarca las series Trollhunters, Los 3 de abajo y Magos. A través de estos diversos proyectos, Del Toro organiza eficazmente un universo compartido más grande de fantasía oscura, utilizando su nombre y recursos para construir su «gabinete de curiosidades» a una escala mucho mayor de lo que podría lograr solo.
Una historia de amor poco convencional: la forma de un Óscar
En 2017, Guillermo del Toro dirigió la película que le traería los máximos galardones de la industria: La forma del agua. La génesis de la película radicaba en un recuerdo de la infancia: ver La mujer y el monstruo y desear que el monstruo y la protagonista femenina hubieran podido tener éxito en su romance. Décadas más tarde, hizo realidad ese deseo en un cuento de hadas de la época de la Guerra Fría que se convirtió en su obra más célebre.
Ambientada en Baltimore en 1962, la historia se centra en Elisa Esposito, una limpiadora muda en un laboratorio secreto del gobierno. Su vida de silencioso aislamiento se transforma cuando descubre el activo más sensible del laboratorio: una criatura humanoide anfibia capturada en el río Amazonas. A medida que forma un vínculo silencioso con la criatura, descubre un complot de un sádico agente del gobierno para viviseccionarla. La película es una hermosa y melancólica oda a los marginados, con la familia encontrada de Elisa —su vecino gay, que vive oculto, y su compañera de trabajo afroamericana— representando las voces marginadas de la época. Realizada con un presupuesto relativamente modesto de 19,5 millones de dólares, La forma del agua es una clase magistral de atmósfera y emoción, utilizando su ambientación de 1962 como un «cuento de hadas para tiempos convulsos» para comentar sobre las ansiedades sociales y políticas de la actualidad.
La película se estrenó en el Festival de Cine de Venecia, donde ganó el León de Oro, y se convirtió en una potencia de la crítica y de la temporada de premios. Su noche triunfal llegó en la 90ª edición de los Premios de la Academia. La película, que había obtenido un récord de trece nominaciones, ganó cuatro Óscar, incluyendo Mejor Diseño de Producción, Mejor Banda Sonora Original, Mejor Director para Del Toro y el codiciado premio a la Mejor Película. Fue un momento histórico. Durante décadas, las películas de género habían sido relegadas en gran medida a categorías técnicas por los principales organismos de premios. Con esta victoria, la Academia abrazó por completo el argumento que Del Toro había defendido durante toda su carrera: que una historia sobre un monstruo, y un romance entre una mujer y un «hombre pez», podía ser tan profunda, artística y merecedora del más alto honor de la industria como cualquier drama tradicional. La «materia vil» que tanto apreciaba había sido alquímicamente transformada en oro cinematográfico a los ojos del establishment.
Una visión en evolución: noir, animación y el futuro
En los años posteriores a su triunfo en los Óscar, Del Toro ha seguido evolucionando como artista, explorando nuevos géneros mientras redobla la apuesta por sus pasiones más antiguas. En 2021, estrenó El callejón de las almas perdidas, un cambio significativo al ser su primer largometraje sin elementos sobrenaturales. Una lujosa y sombría adaptación de la novela de 1946 de William Lindsay Gresham, la película es una exploración pura y oscura de la ambición y la depravación humanas, demostrando su dominio del cine noir clásico. Con su impresionante diseño de producción y una actuación magistral de Bradley Cooper, la película obtuvo cuatro nominaciones a los Premios de la Academia, incluyendo Mejor Película, demostrando que su dominio artístico se extendía más allá del reino de lo fantástico.
A continuación, abordó un proyecto que había estado gestando durante más de una década: Pinocho de Guillermo del Toro. Volviendo a su primer amor, la animación stop-motion, reinventó el cuento clásico no como una historia para niños, sino como una fábula oscura y profunda sobre la vida, la muerte y la desobediencia, con el telón de fondo de la Italia fascista de Mussolini. La película fue una maravilla técnica y emocional, celebrada por su belleza artesanal y sus temas maduros y antifascistas. Arrasó en la temporada de premios, culminando en otra victoria en los Óscar para Del Toro, esta vez a la Mejor Película de Animación.
Esta victoria ha consolidado un nuevo camino para el director. Ha declarado que, después de un par de películas más de acción real, planea dedicar el resto de su carrera principalmente a la animación, un medio que considera la «forma más pura de arte» y el que ofrece el mayor control creativo. Para un cineasta obsesionado con la construcción meticulosa de mundos —un deseo nacido de sus películas infantiles en Super 8 y solidificado por el trauma de la interferencia de los estudios—, el stop-motion representa la última frontera. Es el único medio donde la mano del director está, literalmente, en cada fotograma, una expresión directa y sin concesiones de su voluntad. Este giro cierra el círculo de su viaje, desde el niño que animaba sus juguetes en Guadalajara hasta el maestro que anima sus marionetas en un escenario global.
Una pasión de toda la vida resucitada: Frankenstein
En 2025, Del Toro tiene previsto estrenar Frankenstein, un proyecto que representa la culminación de una obsesión artística de toda una vida. Para Del Toro, la historia no es solo un clásico del género; es una religión personal. Ha hablado de ver al monstruo de Boris Karloff de niño y entender por primera vez «el aspecto que tenían un santo o un mesías». Esta conexión profundamente personal ha alimentado su deseo de adaptar la novela de Mary Shelley durante décadas, esperando las condiciones adecuadas para crear una versión que pudiera reconstruir todo el mundo de la historia a la escala apropiada.
Su visión para la película no es la de un filme de terror convencional, sino más bien una «historia increíblemente emotiva». Su objetivo es recapturar la sensación de leer la novela por primera vez, antes de que sus personajes se convirtieran en caricaturas culturales. La narrativa se centrará en la compleja relación entre creador y creación, explorando temas de paternidad y filiación que están profundamente arraigados en la propia vida de Del Toro. La película está protagonizada por Oscar Isaac como el brillante y ególatra científico Victor Frankenstein, con Jacob Elordi asumiendo el papel de su trágica creación. El reparto también incluye a Mia Goth, Christoph Waltz y Charles Dance. La película tiene programado un estreno limitado en cines el 17 de octubre de 2025, antes de su lanzamiento global en streaming en Netflix el 7 de noviembre de 2025. Del Toro ha descrito la película como el fin de una era para él, una gran síntesis de las preocupaciones estéticas, rítmicas y empáticas que han definido su trabajo desde Cronos hasta el presente.
El santo patrón de la imperfección
La carrera de Guillermo del Toro es un testimonio del poder de una visión singular y profundamente personal. Su viaje desde un niño obsesionado con los monstruos en Guadalajara hasta un célebre maestro de las fábulas modernas se ha definido por un compromiso inquebrantable con sus creencias fundamentales. Ha defendido sistemáticamente al marginado, al «otro» y al imperfecto, encontrando en ellos una belleza conmovedora que refleja nuestra propia humanidad imperfecta. Su firme antiautoritarismo, ya sea dirigido a la maquinaria del fascismo o al dogma de la iglesia, recorre como una poderosa corriente subterránea toda su obra. Es un autor en el sentido más puro, uno cuyas preocupaciones temáticas y lenguaje visual distintivo son instantáneamente reconocibles. Sus películas son oscuras pero esperanzadoras, grotescas pero poéticas, y operan bajo la profunda comprensión de que los cuentos de hadas no son un escape de la realidad, sino una herramienta vital para navegar por sus rincones más oscuros.
Guillermo del Toro no solo crea monstruos; los entiende, los ama y los ve como los santos patronos de un mundo que necesita desesperadamente abrazar sus imperfecciones. Al hacerlo, sostiene un espejo hermosamente extraño y profundamente empático hacia lo monstruoso y lo mágico que todos llevamos dentro.
